En su condición de director cinematográfico, Steven Spielberg ha realizado varias películas pasatistas de éxito multimillonario. Pasados los años, bien amasada su fortuna, incursionó en el cine “serio” con “La lista de Schindler”. En ese filme, que, como todos recordamos, trata sobre la historia de un empresario que salva a varios judíos de la persecución alemana empleándolos en su fábrica, hay una escena deplorable, que muestra la laya fecal del director.
Antes o después de que se muestren las duchas, y los trenes, y toda la simbología pertinente, Schindler y una mina cogen. Cogen en blanco y negro, hollywoodensemente estetizados. Se ven las tetas de la mina, el rítmico movimiento de las pelvis… Cogen hasta que los interrumpen, y el tipo no puede creer que le corten el chorro de esa forma. Entonces le explican el porqué de la importunidad: su contador, que es judío, va a ser llevado a un campo de concentración.
Schindler sale presuroso a salvar a su empleado, pero llega tarde. Los infortunados ya subieron al tren, e incluso este comienza a andar, y el contador no aparece. La música de suspenso refuerza la tensión, hasta que encuentran a ese judío entre otros judíos, y seguramente también entre no judíos, víctimas frecuentemente olvidadas del gobierno alemán a las que tampoco recuerda la dedicatoria del director al final de la película, y es rescatado.
Hace unos años, Spielberg insistió en esa forma de propaganda con su película “Múnich”, que no se estrenó en la Argentina. En ella cuenta su versión de los varios asesinatos cometidos por terroristas paraestatales israelíes en Europa y en Beirut como represalia por el secuestro de atletas de ese país a manos de un grupo palestino. La toma de rehenes ocurrió durante los Juegos Olímpicos de 1972 y concluyó con la muerte de todos ellos al fracasar torpemente el intento de liberación que emprendieron fuerzas de seguridad alemanas.
La película muestra la determinación que tomó la premier Golda Mierda, la selección del equipo de asesinos y los cuestionamientos que les surgen a estos, resaltando sus rasgos humanos, su paranoia, sus discusiones, y encontrando siempre una justificación, si no los asesinos, sí quienes los rodean. Estas se compendian en el parlamento de esa señora sobreviviente del Holocausto, que le dice a su hijo, el cabecilla del grupo: “Tuvimos que apoderarnos de esta tierra porque nadie nos la hubiese dado. No importan los sacrificios pasados o futuros. Por fin poseemos un lugar en la Tierra”.
Es decir, obtener la seguridad de que no volverán a pasar por la peor calamidad de la historia producida por el hombre –según nos dicen los incesantes medios– lo justifica todo. O casi todo. Al menos, justifica ampliamente los crímenes sionistas. No solo estos, sino la limpieza étnica del pueblo palestino y la ignominia que padece hace décadas. (Lo que Spielberg y su personaje sobreviviente no dicen es que desde antes de la guerra los sionistas estaban empeñados en echar a los palestinos de Palestina. Pero eso es una anécdota de la historia, no más).
Una escena, que no casualmente se repite dos veces, se encuentra dentro de lo esperable. Los terroristas de Estado sionistas ponen un explosivo en el teléfono de la casa de uno de sus objetivos, y uno de ellos llama a ese número para detonar la bomba con un control remoto. Pero atiende la hijita del palestino… Al notarlo, el terrorista que hacía de campana se echa un pique vertiginoso por las calles parisinas para impedir, en el último segundo, que sus compañeros aprieten el botón mortal. Eso ocurrirá cuando sea el dirigente exiliado quien atienda el teléfono.
La otra, según la leyenda, se ajusta a la verdad. Ocurrió en el Líbano en 1973, cuando un grupo de comandos israelíes desembarcó en Beirut para matar a varios líderes palestinos. Uno de ellos, Abu Youssef, fue asesinado en su habitación, junto con su esposa, que se interpuso vanamente entre su marido y los atacantes. Del cuarto contiguo llega el hijo de ambos, quien presencia la escena. En la película, un terrorista lo apunta, determinado a matar también al adolescente. Pero otro se lo impide… Y lo deja con esa escena siniestra en sus ojos, para siempre. Como hicieron los españoles con el hijo de Túpac Amaru, como hicieron los guerrilleros del ERP en Azul. Sin embargo, Spielberg no se detiene en eso, sino que se limita a mostrar la actuación del ejército más moral del mundo, que mata estrictamente a quien (decide que) debe matar.
La escena aborrecible, morbosa y repulsiva viene después. No sé si es un hecho verídico o una licencia hollywoodense. Una chica muy bonita seduce en el bar de un hotel al joven líder del equipo de asesinos. Este, flamante padre, la rechaza. Otro asesino, mayor que él, llega a la barra después de aquel, acepta el trago y la seducción, y la mina termina matándolo, de un modo que no se muestra.
La banda diezmada se pone un nuevo objetivo. Un informante les pasa el dato, y la localizan en Holanda. El previsible director muestra a los tres verdugos andando en bicicleta. Si fuese en Montevideo, seguramente tomarían mate. Irrumpen en la casa de la chica, que está con una bata multicolor, en su cama, leyendo. Primero ella se sorprende, luego se da cuenta de cómo viene la mano, y, como estamos en Hollywood, trata de seducirlos dejando caer uno de los lados de su bata, mostrando una teta. Una teta anacrónica, una teta siglo XXI en una película ambientada en los mediados de los 70. Procura manotear un revólver pequeño mientras pide que no la maten; se ofrece a trabajar para ellos, les dice que es buena y que lo saben.
El líder, impasible, con un arma de fuego que no parece tal, y que dispara a rosca, un tiro por vez, la ejecuta. El balazo entra debajo del cuello, junto a la articulación de la clavícula derecha. Uno de sus compañeros también procede, y su tiro entra en el pecho, arriba de la teta, pero no en ella, no sea cosa que no se vea.
La mina, en silencio y tambaleante, camina unos pasos, agarra a su gato y, al fin, se sienta en otra habitación. No sé cómo es morir, ni sé cómo es ser baleada, pero cuando El Hombre Invisible quiso acogotarme mientras dormía, tanto últimamente como hace unos años, me desperté revolviéndome sobre mí misma, sin aceptar pasivamente la falta de aire, y en algunos casos hasta recorrí buena parte de mi casa a los gritos (ahogados) tratando de recobrar la respiración.
Sentada, la chica se desangra, y el líder le pide a su compañero rezagado que dispare. Este obedece, pegándole el tiro en la frente. El cuerpo pierde la última tensión vital y se desploma de modo que su bata se abre, dejando ver las tetas, y también la concha, y la sangre cayendo desde el pecho hacia el vientre. El cabecilla cubre las partes pudendas de la chica, y el rematador vuelve a descubrirlas.
Spielberg no puede evitar que su esencia se manifieste, que Hollywood le salga por los poros. No puede evitarlo cuando recurre a la música de suspenso en los instantes previos al asesinato del traductor palestino. No puede evitarlo cuando muestra sexo a cuento de nada. No puede evitarlo cuando manipula la libido obscenamente, perversamente.
Hasta ahí llegó mi paciencia, y apagué el televisor rabiosa e indignada. No sólo exhibe de manera acrítica el terrorismo de Estado, y lo justifica de forma infame con personajes que han sobrevivido a los nazis, sino que recurre al morbo más profundo y patológico para perturbar al espectador, como si quisiera contagiarle su enfermedad, su miserabilidad. Y lo hace con la misma impunidad y la misma premeditación con que proceden los sicarios que retrata.
Entonces, no sé si mostró el asesinato del hermano del cantante de los Gipsy Kings, a quien confundieron con Alí Hassan Salameh, un lugarteniente de Arafat. Ni cómo debió presionar el gobierno israelí al noruego para que liberara a los asesinos, que habían sido capturados por la policía. Tampoco sé si la historia llega a 1992, cuando, también en París, asesinaron a un miembro de la inteligencia palestina, Atef Bseiso. Ni sé si refleja cómo el juez, que llevaba la causa en serio, recibió un apriete bigubernamental para que se dejara de joder.
No necesité ver si lo mostró, ni cómo, para confirmar que Steven Spielberg es un vendedor de mierda, y no sólo de la mierda ligera que entretiene prosaicamente por un rato, sino de la mefítica mierda propagandística sionista que construye por doquier un imaginario exculpatorio para el Estado carnicero de Israel.
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