lunes, 3 de agosto de 2009

Fuera del mundo

La vida se me presenta como un espectáculo en el que no tengo parte. Pasa como un continuo frente a mí, pétrea e inaccesible, y no puedo penetrar en su pantalla ni me reserva lugar en su guion. Como los viejos dibujos animados, donde el personaje está en un plano, moviéndose sobre el fondo, que permanece fijo detrás. A la vista, conforman una unidad, pero están cada uno por su lado.
Ya sabemos que en muchas situaciones no vamos a encontrar ni un indicio de empatía, de posibilidad de comunicación. Incluso en lugares en los que me conocen, donde, como el otro día, tengo que ir y saludar, y hasta besar tipos. Donde me saludan y me preguntan cómo estoy… sin que les importe, sin que noten lo evidente, que estoy hecho percha después de una semana de faringitis y ahogos nocturnos. Y sin esperar una respuesta verdadera.
Si corto la paralela y digo algo real, se produce ruido y descolocación. Como el pasado me enseñó esa consecuencia, la evito. Aunque eso no impide que se me revuelva la piel ante tanta caretez, ante tanta inexistencia.
Pero fuera del mundo, de esa convención llamada realidad, no hay nada, no puede pintar nada. Entonces, con los medios de que dispongo, tratando de ser lo más natural y lo menos desesperado que puedo, lo más tranquilo y lo menos discordante, busco una conexión, una empatía, una reciprocidad. Busco un lugar en cada señal que percibo. En una llamada larga distancia internacional de dos horas o en un chat de cuatro horas con un módem de 56. Pero mi decodificador falla, o mis recursos son insuficientes…
Es como si nadie viera mis destellos, como si todas mis emisiones fuesen opacas ondas apenas perceptibles por la visión periférica de los demás y útiles únicamente para no tropezar conmigo. (Y si algunx descubre algo más, tiene una vida en la cual es más cómodo confinarme a este ámbito, porque le alcanza con que esté acá (sic), como la otra pretendía que fuera su “hijo”).
A veces parece que entro, al fin, por un rato; pero en realidad seguimos en paralelo. No hay intersección, y la coincidencia se desintegra al chocar fatalmente, desubicado y torpe, contra la pantalla. Contra las pantallas.
Y ya creo que es mejor no entrar, porque hay situaciones peores. Se repite el encuentro, la chance de seguir viéndonos, aproximándonos, y finalmente me convierto en una piedra en el zapato ajeno, entorpeciendo el camino de los demás. Hasta que se deshacen de mí con mayor o menor sutileza.
Del ridículo no sólo no se vuelve: tampoco se sale de allí. Una vez que te encenegaste, no te podés zafar, y todo lo que hacés son variantes trasnochadas y necesariamente ineficaces de lo mismo. Los stickers pegados en la puerta de un prostíbulo reclamando el regreso de la chica que me miró como ninguna otra me miró jamás, todas las cartas nunca contestadas, el SMS desde un teléfono prestado que no tuvo respuesta.
Todo es inútil, a juzgar por el resultado, por el solipsismo que me empareda.
Y chocarse con ciertas formas de ese fracaso es una patada en los huevos. Porque es un recordatorio, una comprobación, de que ninguno de esos intentos errantes podía fructificar, de lo absurdo de imaginar que era posible reeditar algo de la comunicación que surgió con la doctora R03 dejando huellas en Google para que llegara hasta acá si tipeaba su nombre completo.
Seguir este blog es obligarme a seguir siendo (eso que creo que soy) yo. A no dejar de pensar ni de tratar de poner en palabras esta historia, a ver si descifro algo de todo esto. A seguir emitiendo signos vitales, a seguir atento por si es posible un encuentro.
Aunque este fin de semana, como nunca antes, tuve ganas de tomarme todas las pastillas necesarias para dormir todo el día –salvo las infaltables despertadas que me obsequian los vecinos–, para que no importe si me despiertan con sus ruidos porque me voy a quedar en la cama todo el tiempo, hasta volverme a dormir.
Tomé unas cuantas, pero me despertaron igual, e igual me costó dormirme de nuevo. Hasta que me levanté, cansado como siempre.
Otro día se va, signado por la somnolencia y la repetición. Ahora tengo ganas de vomitar. Y miedo de fabricarme un cáncer.

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