Me chistó desde el medio de la calle. Cuando me di vuelta, me pidió que lo ayudara a empujar el auto porque tenía un problema “en los carbones” de no sé dónde y no arrancaba.
De unos sesenta y pico de años, enseguida me cayó mal el tipo, pero no encontré con la suficiente rapidez una excusa para negarme. Salía de Coto, según informaban las bolsas en la mano. Unas compras ligeras.
La única distancia que pude marcar fue decirle: “Bueno, sólo porque el auto es chiquito…”. Era un Fiat 800 cupé gris muy cuidado, aunque parecía tener polvo en la pequeña tapa del baúl, que en realidad creo que es la tapa del motor trasero. Pero no polvo de andar por la calle, sino del que se junta en una casa, como si no lo hubieran plumereado en semanas.
Puso las bolsas en un asiento mientras me explicaba otra vez el problema de los carbones, y había algo en su manera de hablar, de moverse, de estar, hasta de agradecer, que me resultaba chocante. Como una familiaridad impostada, dentro de la cual no había margen para decir “no”. Ni siquiera le elogié el estado de conservación del coche, aunque lo ameritaba.
Finalmente, cortó el semáforo de Rivadavia, y comenzamos a empujar, exponiéndonos a los que doblaban en Castro Barros. El auto se movía tan fácil que me sentía forzudo. Cuando tomó cierta velocidad, se subió de un salto, y al toque el motor tosió un poco y empezó a andar. Cerró la puerta, pegó un par de bocinazos como agradecimiento, y creo que saludó con la mano, pero no vi bien porque ya había abierto de nuevo el semáforo, y los autos que cruzaban la avenida se acercaban rápida y peligrosamente.
Y se fue. Como preví desde el primer momento.
En cambio, si yo fuese evidentemente pobre, si fuese un cuidacoches, o un fantasma de los que acampan en la puerta de la FAB, no sólo me habría tirado dos, cuatro, cinco mangos, sino que me habría dado un extra por ayudarlo. Si yo, además de tener los ingresos de un pobre, tuviese el know how de los pobres, habría sabido pedirle unos mangos.
Okey, las cosas se pueden hacer de onda también. Pero yo no tenía ganas de hacerlo de onda. Porque no me cayó bien el tipo, porque no me cae bien no tener un mango, porque había caminado cien cuadras bombardeado por el consumo sin gastar un centavo, porque hasta en la vidriera de Corti me muestran un culo que no tendré (verbigracia, el de Yessica Bopp).
Habría encabezado la apelación con el vocativo “amigo” y le habría pedido unos mangos. Para darle de comer a mi hijito, para el vicio, para pagarme el ciber y actualizar este blog…
Habría reclamado más firmemente cuando la chica del depósito donde vendo elementos reciclables me pagó apenas $ 2,50 por un kilo de aluminio y dos y medio de blanco. Anotó en su cuaderno, y me pareció que anotaba $ 2,80, que era el precio del aluminio la última vez, y después anotó lo del papel. Sin embargo, solo agarró un billete de dos y una moneda de cincuenta, y me los dio, ya no recuerdo si con el gruñido habitual o directamente en silencio. Dije en voz alta “dos con cincuenta”, esperanzado en que mis palabras le hicieran advertir que me estaba pagando de menos. Pero no se hizo cargo.
Le habría preguntado si bajó el precio, cuánto pagan el aluminio ahora, le caería mejor tal vez. Y sabría dónde mierda averiguar si mi condición de desocupado en negro enfermo momentáneamente incapacitado me hace acreedor de algún subsidio, plan u otra forma de ayuda económica estatal.
Pero no sólo soy pobre de ingresos. Soy, como los nuevos pobres, pobre de recursos que me permitan desenvolverme mejor en esa pobreza. Porque el pobre experimentado sabe dónde reclamar cuando se le quemó la casilla, y va a Pavón y Entre Ríos, y corta la calle, y habla por celular o escucha cumbia y reggaetón en su MP3 mientras reclama una casa.
Yo también quiero una casa. ¿Te sobra una con vecinos silenciosos, Mauricio? Y quiero que me atiendan en el hospital público sin forrearme como el año pasado, que me dijeron “vení mañana” y mañana había paro.
Y también quiero cortar la calle y reclamar. No por el incendio programado de la villa, no para que hagan la plaza en el barrio. Quiero reclamar contra el ruido, contra los perros, contra la gente desconsiderada, contra toda la gente que no soporto.
No lo intento porque no me reconocerían como pobre y me sacarían a patadas a los dos minutos por no ser pobre, por no infundir el temor que infunden los pobres. O me sacarían a patadas por ser pobre, aunque entonces alguno se solidarizaría conmigo por el maltrato recibido. Eso, si resultara convincentemente pobre. Pero no parezco pobre, no tengo los saberes de la pobreza.
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