El domingo a la noche fui subrepticiamente a la oficina de mi viejo para imprimir unas cosas y para tratar de instalar el escáner que donaron porque quería escanear una foto.
La impresora no tenía tinta, la otra computadora estaba muerta, el CD con los drivers y el manual de instrucciones del escáner no estaban por ningún lado, el aparato servía de apoyapapeles…
Cada vez que voy ahí, donde laburé siete años a full y otros dos más o menos, me impresiona y hasta me duele lo venido a menos que está ese lugar. No por el lugar en sí, sino porque a cada rato me choco con vestigios de la energía que puse en él, y ver que fue tan al pedo es una cagada.
Todo se va cubriendo de abandono, salvo lo que es útil para que mi viejo se desplace por la –pequeña– parte del mundo que le resulta cómoda, y que él acomoda a medida con sus justificaciones; salvo lo que les puede servir a los advenedizos que acoge desde siempre.
Lo demás se estropea, tan ignorado como mi paso por ese lugar, que apenas para cuatro o cinco personas en todo ese tiempo fue perceptible, que sólo en la enunciación vacía de algunos obtiene un reconocimiento que se da de frente con su silencio ante la desidia y el desapego que no pueden no ver.
Siempre me sentí allí como si estuviera prostituyéndome. Como si vendiera no sólo mi fuerza de trabajo, sino también mi alma. Así que ni por asomo fue el lugar donde puse más de mí: podría haber hecho más de lo que hice, reorganizado aún más la biblioteca, leído más, propuesto más cosas. Además, me resultaba evidente que no había margen, que era al pedo sugerirle cualquier idea que implicara revisar lo que construyó, el guion que lo llevó a construirlo. Pero si estoy todo ese tiempo en un lugar, es imposible que no se impregne de mi presencia.
Salí y pasé por la zona de la facultad. Previsiblemente, todos los negocios estaban cerrados. Cuando agarré la avenida, recordé que en una esquina cercana había un cyber. Llegué, vi que en la vidriera anunciaban sus servicios, que incluían el escaneo, y entré para preguntar cuánto costaba escanear mi foto. Era bastante más barato de lo que preveía: 50 centavos.
Entonces apoyé la bolsa sobre una banqueta que había a un costado, de este lado del mostrador; saqué el sobre de la bolsa, saqué la foto del sobre, y se la di a la mina. “Ese soy yo. Bueno, ese era yo”, le informé, procurando la empatía. La mujer miró la foto. Me miró. O viceversa. Tal vez buscó una confirmación en la imagen que tenía en la mano. Y dijo: “No cambió mucho. Salvo las canas…”.
La escaneó, le di el disquete para guardarla, quizá haya pasado algo más. Al sacarla de la máquina, volvió a mirar la foto, y arriesgó: “¿Tenías ocho años acá?”. “No. Diez u once, creo. Hace veinticinco años”. “¿36 tenés?”. “Sí”, le mentí.
No dijo nada de quien me acompaña en la foto. Descifré una sensación de sorpresa, o de extrañeza, en su mirada, como si la comunicación que yo imaginaba posible no terminara de consumarse. De todos modos, me había mirado, un par de veces, y también a aquel que fui.
Me la devolvió. Le pagué, guardé todo, me despedí y abrí la puerta.
No era tan tarde, pero la brisa solitaria de la noche me envolvía como si fuesen las tres de la mañana. En el largo camino de vuelta a casa encontré varias monedas en la calle. Cincuenta centavos en monedas.
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