Los domingos es el día en que salen más cartoneros a laburar. No sólo los organizados, que vienen en sus colectivos todos los días, con su ropa reflectante y sus celulares, sino los independientes, los que tiran de su carro todo el trayecto, los que salen a veces, para completar la semana o porque la situación apremia.
Hincada entre las bolsas de consorcio, un manchón apenas diferente, la señora seleccionaba algún material de valor en la vereda del edificio. En la calle estaban el carro y quien presumo sería su hija. La nena, de unos diez u once años, me ve cuando paso caminando y me sonríe cuando nuestras miradas se encuentran. Apoya las manos en el asfalto y hace una perfecta medialuna que termina detrás de un auto estacionado.
Yo, que no dejé de mirarla, agrando mi sonrisa, y compruebo que una chica de esa edad tiene su capacidad de comunicación más desarrollada que la mía. Estoy superando el lugar donde está, sólo podría seguir viéndola si girara la cabeza, ya pasó el momento.
Y no pude decirle nada. Calculo que no daba, a ver si piensan –ella o la madre– que soy un abusador o algo así. Como fuera, no pude decirle lo primero que se me ocurrió cuando terminó su cabriola (“yo nunca pude hacer eso”) porque me pareció que podría no entender, que la comunicación verbal podía no encontrar fácilmente una continuidad. Pero eso quizá haya sido prejuicio mío. No descubrí la manera de hacerle saber que la vi, y que vi su habilidad y su sonrisa. No pude decirle “chau”, ni nada.
Entonces vengo, y lo escribo acá.
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