jueves, 17 de diciembre de 2009

Yo no jodo a nadie

Once y media pasadas de la noche. Arqueándome sobre la mesita de luz y el equipo de audio, hago la parabólica humana sosteniendo el cable de la antena para tratar de enganchar la FM que sigue la campaña de mi equipo, a ver si la nueva derrota finalmente nos libra del DT vendehúmo que padecemos.
De pronto, una discusión se extiende, gana intensidad y termina escuchándose más que esa radio del orto, que llega interferida por los siseos de la estática y la cumbia de la FM ilegal que surgió en la misma frecuencia. Es la pareja que vive arriba. Otra vez pelean. Ya ni sé por qué. Él amenaza con irse, los dos hablan de la comisaría, él le pide perdón. Ella grita con la voz quebrada, él le echa la culpa: le dice que ella cambió, que antes de vivir juntos no era así, y que él no jode a nadie.
Eso es cierto. Él no jode a nadie.
Salvo cuando se levanta a las 5,30 y retumban sus pasos en las paredes y el techo de mi pieza. Y en mi cabeza. Cuando, de inmediato, sube la persiana como si estuviera en el gimnasio, abre la ventana con fuerza y arrastra el ténder por el balcón, y vuelve a cerrar la ventana, incrustándola contra el marco. Cuando, veinte minutos después, se despide gritando un “chau” desde la puerta que debe recorrer diez metros y doblar dos veces para llegar a los oídos deseados; cuando pega el portazo que llega incluso a mis oídos, que están más lejos y no desean escucharlo.
Después, tiene razón, es su mujer. Ella se levanta a un horario variable, entre las 6,30 y las 8, y por media hora el martilleo de sus tacos me vuelve a despertar. Antes de irse, suele subir la persiana del living, y en verano deja el ventanal abierto y transforma en el soundtrack de mi nueva despertada el tartamudeo de Bonelli y la musiquita del noticiero de canal 13.
Y no sé qué es peor. Si despertarme de una, o las veces que golpea el balcón y me despierta, pero me duermo al toque, y a los dos minutos vuelve a golpear, y vuelve a despertarme, y otra vez me duermo, hasta que el cuarto o quinto golpe me deja despiertX con odio y dolor de cabeza. No sé qué es peor, si cuando pasa eso, o cuando la que se mete en mi sueño, cortándolo en pedacitos inconscientes, es ella, con sus tacos, hasta que finalmente recupero la conciencia, y la sangre negra me queda en las venas por todo el día aunque vuelva a dormirme un –largo– rato después. Y seguro que es peor cuando eso pasa y tengo los tapones en los oídos, porque si no los tengo, me queda la esperanza de que con ellos no me despertarían; pero si los tengo, ya no sé qué mierda hacer para que no me despierten.
Tampoco es él, sino el aire acondicionado, el que hace un ruido ensordecedor y me obliga a duplicar el volumen de la tele aun teniendo mi ventanal cerrado; el que con su ruido y su calor no me deja estar en el patio en verano y me confina al encierro caluroso y vibrante en mi casa, o me expulsa fuera de ella en busca de un lugar menos hostil.
Él no jode a nadie, seguro, salvo cuando ejercita en el balcón su dispepsia, su hipo, su hernia de hiato, lo que sea que le produce ese sonido digestivo tan desagradable después de comer. O cuando un domingo a la noche celebra que no tiene que trabajar al día siguiente ladrando en el balcón que es “lunes, comienza la semana, la concha de tu hermana, ¡no vamo’ a trabajar, no vamo’ a trabajar!”. O cuando a las cuatro de la tarde de un día hábil que no fue a laburar reclama a un call center y dice que “a esta hora la gente normal trabaja”, y logra que además de detestarlo por hacerme saber de su vida, me pregunte qué entiende por normal, si conoce la problemática del desempleo, el auge del teletrabajo, etc.
Johnny no jode a nadie, excepto cuando sale al balcón a fumar, porque la jermu no lo deja fumar adentro, y no puedo estar en el patio, que se llena de ese olor cancerígeno. Y aunque esté en el living, o en mi pieza, debo interrumpir lo que estoy haciendo y cerrar todas las ventanas cuando oigo que arrastra de nuevo la reposera y cierra con fuerza inútil el ventanal, cuando oigo el chasquido del encendedor, bien perceptible si estoy en el patio, y me tengo que cagar de calor por un rato, hasta que se disipen el humo y el olor, porque si no mi casa y mis pulmones se ahúman contra mi voluntad.
O cuando sale al balcón a hablar por teléfono, y me entero de que la ex mujer le bloqueó la tarjeta, de sus progresos en el curso para aprender a manejar, de sus –considerables– ingresos mensuales, de cuando habla con Paola… O cuando su mujer (tenés razón, J., es ella) también usa el balcón como locutorio, y llama a su laburo seis veces en un rato, le dice a la mucama ruidosa (que por suerte no viene más) qué timbre debe tocar a las siete y media de la mañana o, un mediodía de verano en que quería hablar con Ayelén, suelta un “¡qué hija de puta!” al enterarse de que estaba durmiendo a la una de la tarde. Y yo, que también dormía a esa hora, no sé si soy unX hijX de puta, pero siento que ella lo es.
Cómo podría joder a alguien cuando llega a las 23,30, levanta la persiana, sale al balcón, habla en voz alta y se fuma su puchito. O cuando, al volver a esa hora, tira el bolso al piso –a mi techo–, o cuando 18 horas después de haberse levantado, y de ir laburar y a practicar un deporte semiprofesionalmente, tiene energía para coger y para despertarme con el golpeteo de la cama contra la pared. (Y al día siguiente se levantará de nuevo a las 5,30, en un asombroso derroche de vitalidad). Lo escucho garchar, haciendo sonar la cama, el respaldo contra la pared, las patas sobre el piso, bomba y bomba, aunque siempre sólo uno, y no muy largo. Y en vez de contar ovejitas, cuento pijazos mientras espero que acabe y me deje volver a dormir.
(Y la cama, agotada, volverá a crujir cuando se levante, o cuando se dé vuelta en el medio de la noche, y me despertaré pensando que alguien golpea a mi puerta…)
O cuando discuten por que para él es lo mismo casarse o no, y ella le reprocha que “que con ella/la otra no era lo mismo” y le pregunta si “¿te pensás que soy una pelotuda?”; cuando el tema es tener un hijo, dejar de tomar las pastillas y cuánto tiempo deben esperar desde entonces para buscar el bebé. Cómo podría joderme algo tan interesante como enterarme de que tuvo su segundo hijo tratando –infructuosamente– de salvar su matrimonio, o de que la ex mujer es un peso y una presencia fatal para la actual, y de que los chicos también lo son, aunque ella diga que la que no los aguanta es la otra, pero bien que la oigo protestar cuando los nenes se quedan más de lo previsto y “no podemos disfrutar el tiempo que nos queda para nosotros”.
O cuando en vísperas de un feriado vienen visitas, que se irán a la 5,30 de la mañana (y ellos se levantarán a las 10,30, y encima ese fin de semana largo estaban los chicos). Y a cada rato en la madrugada salen al balcón a fumar, y allí hablan de que la sal provoca cáncer o de lo bueno que está Fulano. O cuando, otra noche, hago zapping, y las carcajadas estruendosas coinciden con lo que Coco Sily dice en mi televisor y en el suyo, pero en el de él lo dice más fuerte, y tal vez por eso se ría más. Lo dice tanto más fuerte que pongo el volumen en mute, y los labios que mueve Sily se llenan con su voz llegando desde el depto de arriba.
O cuando, una noche distinta, los invitados se van un jueves a la 1,30, y el chabón se levanta cuatro horas después; cuando, otra vez, los nenes, excitados por la reunión, sin que se hayan acordado de acostarlos, galopan por el departamento a la 1 de la mañana, hasta que, semidormidX y desnudX, golpeo la pared para que se rescaten, y desde entonces la mina no me saluda más.
O cuando un domingo llegan a las 5,30 a. m. y me despiertan no solo con los pasos y los ruidos, sino con el garche. Y tengo que dormirme cuando ellos se duermen, despertarme temprano como ellos y dormir la siesta a la hora que ellos duermen la siesta sin saber a qué hora se acuestan ni cuándo se van a despertar o cuándo van a volver a darle a la matraca, lo que ocurrirá cerca de las 7 de la tarde..
O los fines de semana, cuando es imposible dormir más allá de las 9 de la mañana, sea porque instalan el cable, o el segundo aire acondicionado, porque no sé qué reparan a martillazos, porque escuchan a Luis Miguel en el balcón. Porque los pasos, los ventanazos, el humo penetran en mi pieza; las voces, en mi sueño, y una presencia ajena, en mí, presencia que no es recíproca porque el forro este no se entera de cuál música escucho, con quién hablo o qué fumo.
Y eso si no es uno de los fines de semana alternados en que sus hijos vienen a su casa. Entonces, hay que sumar gritos, saltos, carreras y piques de pelota por todo el depto… Y en verano, el doble sonido de cada paso cuando corren en ojotas, incluso desde que suben por la escalera. Eso si no es el cumpleaños de uno de ellos; si una señora, antes de soplar las velitas, no insta a un niño a saltar de la cama al piso, a mi cráneo, al grito de “uno, dos y…” ¡pum! Se impulsa desde la cama y cae sobre mi cabeza afiebrada antes de seguir corriendo, pique y freno, por el living, el pasillo, la habitación. Desde acá abajo no necesito GPS para saber dónde están los chicos: los ruidos y las vibraciones me lo indican…
Y claro que no jode a nadie su vozarrón con inflexiones adolescentes; los goles de Boca festejados como si cada uno de ellos valiera un campeonato, con repiqueteo de zapatos y gritos en el balcón; la voz tornándose súbitamente sacada, reflejando una irascibilidad que se corresponde con las siete fechas de suspensión que le dieron la otra vez que lo echaron; los golpes en el edificio, que supongo piñas en la pared, en el medio de una discusión, o de otra, o de otra.
A quién jodería alguien en el balcón hablando en voz alta a las once y media de la noche para decirle a su mujer, que está en la cocina, a ocho o diez metros, que hay empanadas frizadas, o, en un volumen casi tan alto, para hablarle a ella, que ahora está a su lado, de la guerra de Vietnam o de cuántos mosquitos hay.
Cómo podría decir que joden si no me queda otra que reconocer que no están mucho tiempo en su casa. Y que, sin duda, todo esto es más leve que aguantar a la vieja que estaba antes… Tanto, que no logro encontrar una manera de decírselo sin declarar otra guerra, sin quedar como unX histéricX a quien todo le molesta.
Y también no jode a nadie porque yo soy nadie. Para él cualquiera más allá de su ombligo es nadie. Ni siquiera es alguien la mina a la que se coge, que no sabe si es Valeria o Florencia, según escucho en la nueva discusión.


Christmas update:
El 24 a la noche lo pasan afuera. Vuelven a las cuatro y media de la mañana y, por supuesto, me despiertan sus pasos y sus voces en la madrugada. Maldigo, pero me consuelo pensando en que van a dormir hasta el mediodía.
¡Error! Me vuelve a despertar una persiana subiendo con mucha fuerza. Miro el reloj ¡y son las diez! El chabón habla entusiasmado de un regalo “her mo so”. Parece que a ella no la convence el regalo que le hizo él, y J. ladra “noséas tan cru el”…
Se van rápido, y no vuelven en toda la tarde, pero a mí me va a llevar dos horas dormirme de nuevo.
Los odio.

No hay comentarios: