domingo, 28 de febrero de 2010

Llaves

Últimamente me están pasando demasiadas cosas con las llaves. Tantas que dejó de llamarme la atención. Ahora me inquieta, casi que me preocupa. Como si estuviera ocurriendo algo que no puedo descifrar.
La otra vez, hará tres años, abrí la puerta, el encargado me habló, y, como mi vieja dormía, cerré para que la conversación no la despertara. Y me quedé afuera… Podía esperar a que se levantara de la siesta, pero el tipo venció al pestillo con el culo de una botella de plástico.
Al tiempo, se me rompió la llave en la cerradura. Quedó la parte finita dentro del tambor, y la otra mitad, en mi mano. De nuevo el portero y su botella me sacaron del apuro. Como consecuencia, hubo que cambiar la cerradura, y el encargado no pudo abrir la puerta las dos veces que después de eso salí a recibir sendos sobres con la llave equivocada. Una vez, tuve que esperar a mi vieja. La otra, ella había viajado, y, cuando le pedí al portero el teléfono de una cerrajería, él, luego de fracasar con su botella, terminó entrando a mi casa por una ventana vecina.
Hace unos meses, un domingo que terminé en el hospital con un intenso dolor en el lado izquierdo del pecho, se me partió nuevamente la llave en la cerradura, esta vez en la puerta de calle, y me abrieron unos vecinos que salían.
Y ahora, ayer, me agarró la lluvia cerca de casa. Hace un par de semanas la ansiedad me hizo correr y empaparme, y encima paró un rato después. Entonces, esta vez me propuse ser paciente, avanzar balcón a balcón, alero a techito, sin correr mucho, sin mojarme. Sin desesperarme.
Había cubierto casi tres de las ocho cuadras que me quedaban, y estaba tranca, apenas húmedo el pelo, todo bajo control. Me guarecía bajo un alero, el último refugio que la oscuridad y el agua dejaban ver. Cerca de media cuadra más allá, poco antes de la esquina, descubrí más tarde, inútilmente, un edificio con balcones.
Pero la lluvia no paraba. Más bien arreciaba, masiva y compacta.
Me quedé allí unos cuantos minutos, unos muchos litros, protegiéndome del rebote de las gotas en las baldosas de la vereda. Hasta que sentí que me faltaba algo en el culo.
Me faltaban las llaves. Seguramente en algún pique corto, o en el salto en largo sobre el torrente que subía a la vereda en la esquina previa, se habían salido del bolsillo de atrás de la malla, que se cierra con un velcro vencido por el uso.
Al rato me di cuenta de que era al pedo seguir esperando. No iba a tomar el taxi que tentaba con su paso lento, no sólo porque no tenía plata, sino porque cruzar la calle para subir implicaba la mojadura que quería evitar. Y porque la frustración parece que derivó al autocastigo…
Así que decidí correr. Mojarme con el diluvio, con los chorros que caían de los balcones, en los miles de charcos y baldosas fojas, tomando carrera y saltando los rápidos que bajaban junto a los cordones de las veredas y se hacían lagos en las esquinas. Cuando pasé bajo los balcones del aquel edificio cercano, ya estaba empapado.
En la última cuadra y pico, crucé la calle de mi casa por cualquier lado, haciéndoles señas al bondi y a los autos para que frenaran porque yo me mandaba igual, y el agua que me chorreaba de la cabeza literalmente no me dejaba ver.
Llegué tan caliente que me saqué las medias y la remera, agarré un paraguas y me volví a ver si encontraba las llaves, en cueros y con las zapas anegadas. Obvio que no las encontré. No se veía una verga, la linternita de la birome no alumbraba lo suficiente, y en varias esquinas estaba inundado casi hasta el tobillo.
A la mañana siguiente ya había parado la lluvia, y cuando rayó el día, tipo seis y algo, fui de nuevo, sin dormir, pero tampoco encontré nada. Además, si quedaba alguna chance, los barrenderos ya habían comenzado su ronda, y era más improbable.

Perderme en pajas interpretativas sobre qué significa tanta historia con las llaves sería desperdiciar el tiempo que podría invertir en pajas más placenteras. Y averiguar a qué número jugarle en la quiniela tampoco me sirve porque soy pobre, pero no creo que vaya a abandonar la pobreza por esa clase de azar.
De todas maneras, dos ideas dan vueltas cuando pienso en esto.
Una trata sobre los objetos y la energía. Llevaban años y años, décadas, junto a mí, yendo a todos lados, siendo el objeto más preciado fuera de casa, el que no hay que perder. Y siempre en contacto conmigo: no solo porque todos los días –que salgo a la calle– las toco, las tengo en la mano, sino porque las guardo en el bolsillo, o a veces en la media.
También por la forma en que las llevo cuando corro en la plaza. Las tengo en una mano, a veces poniendo el dedo gordo, y a veces el índice, en el círculo del llavero. De vez en cuando las cambio de mano, y suelo usarlas de bocina, agitándolas, para que algún distraído que camina delante de mí se percate de mi presencia y se haga a un lado. Y cuando estoy en las últimas, cuando el esfuerzo ya es grande, las aprieto fuerte, cerrando el puño, al que acerco a mi cara, y mientras describo esto necesito respirar profundo, como cuando se me desarma el tranco por el esfuerzo. (Y recuerdo, de paso, que sus reemplazantes se revelan extrañas en su novedad, que resultan ajenas al tacto, y no solo por las aristas filosas que tienen).
La otra cosa se vincula con lo que implican y con la dependencia. Se manifiesta en la profunda impotencia que agobia cuando no puedo entrar al único lugar donde, pese a todo, pertenezco; al que siento, al menos en parte, propio, aunque últimamente se revele tan expulsor. En el fracaso que supone no haber podido conservar lo que no debe perderse, y terminar pidiendo que te abran la puerta. En la irreversibilidad de la pérdida, pequeño recordatorio de otras irreversibilidades.
En eso pienso, a eso le atribuyo la sensación de desasosiego que tengo, mientras manuscribo este post, que se revela impostergable, a la luz de una vela porque se cortó la luz.

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