domingo, 7 de febrero de 2010

Un par de cosas que no entiendo (y otras que me molestan mucho)

¿Alguien sabe por qué algunas plazas macristas cierran a las nueve de la noche en verano y otras, en cambio, siguen abiertas hasta pasadas las doce?
¿Qué fucking sentido tiene la exhibición iluminada de la geometría desierta de plaza Almagro, cuyas veredas son el depósito transitorio de los cartoneros con celular del MTE, una noche de treinta grados o cualquier otra?
¿Y por qué razón se juega al fútbol a las doce y pico de la noche en la plaza que está encajonada entre edificios a la vuelta de la fuckultad?
(La placita al lado de las vías, esa sí entiendo que esté abierta, así uno puede coger si no le da la guita para el telo de enfrente y está con alguien que quiere coger, que quiere coger con uno, que quiere coger con uno en una plaza… Esa está bien… Aunque las condiciones sean muchas, y de muy improbable cumplimiento, está bien).

¿Y alguien puede decirme por qué, si estoy en una vereda, pispeando un recital a través de la lona que cubre la reja, y en esa vereda hay gente que rescata tucas del piso, que escabia, que fuma un prolijo faso, que va a comprar alcohol –y lo consigue- luego de la hora de veda, que va a vender alcohol fuera de la hora de veda; por qué, digo, la yuta me pide documentos a mí y a ellos no?
A ninguno de ellos.
A mí.
Uno interrumpe mi atención en el recital y me pregunta si tengo documentos. El otro se queda a su lado. Le doy el DNI, lo abre y me pregunta el número. Cuando me arrimo a él para decírselo y que me escuche, porque la banda suena fuerte, el tipo se acerca el documento al pecho, como si fuese un jugador de cartas que no quiere que le miren la mano que ligó.
“Muchas gracias por su colaboración”, me dice con esos buenos modales mal fingidos que no son más que una provocación, y me lo devuelve. O viceversa.
De paso, ¿alguien sabe por qué mierda le contesté al otro cuando me preguntó si voy siempre, si sé si falta mucho para que termine? ¿Por qué carajo le digo “deben faltar un par de temas” y no puedo mentirle un “no sé”?
¿Y por qué, a tres cuadras de ahí, un patrullero que viene en dirección opuesta a mi marcha se detiene cuando voy a pasar y siento cómo sus ocupantes me escanean los huesos y la piel que llevo a la vista?
(Y eso que la policía de Mauricio empieza mañana…).

Tampoco sé por qué nadie de toda la gente que salía del lugar siguió el camino que tomé. Si salís a mitad de cuadra, podés agarrar para un lado o para el otro; y en cada esquina podés seguir derecho, podés doblar a la izquierda y podés doblar a la derecha.
¿Soy la única persona de todas las que estaban allí que vive para este lado?
Notar eso, que nadie venía en mi dirección, me causó un poco de gracia. Y me permitió mear contra un paredón sin historia. Pero en una imprevista sinapsis –y un poco paranoica, puede ser– flasheé que alguien en el Universo se estaba riendo de mí en ese momento.
Cuando se ríen de mí, a veces yo también puedo reírme. Y si es una risa que me resulta grata, puedo caricaturizarme y dar letra para tener más de esa risa.
Pero esta vez la gracia me duró muy poco. Seguro que fue también porque un rato antes todos los que estaban afuera del recital compartían faso y pucho y birra y un agujero a través de la lona, y yo estaba en otro agujero, solo, o sentado en el capó caliente de un auto. ¡Ni acá sociabilizo!, podía burlarme entonces.
O porque la pareja que se acercó, botella de tinto en mano, se enfrascó en su euforia y en sus besos, y terminó pidiéndome que le rescatara una Quilmes de litro vacía que había caído detrás del escenario. Pero cuando volvieron con la birra recién comprada se sentaron lejos y no ofrecieron.
Podía tomármelo a risa, y sentir cierta levedad en estar al margen aun ahí, encontrarlo dentro de lo esperable. Pero cuando se acumuló esa broma del destino en la vereda del paredón ya no pude. Cuando la sucesión de hechos conforma un sentido, y ese sentido se descubre repetido y agobiante, irrompible, no puedo.
No podía de antes, cuando el Líder arengaba al público como si se tratara de una fiesta infantil y los hacía hacer un trencito, y hablaba de las banderas con el tono humeante que le es propio. Y, como cada vez que alguien agita así, la sensación de que me estaban pelotudeando era ineludible.
Menos aún podía desde que la yuta me llenó de paranoia y de mala onda, las que se reforzaron cuando me crucé con media docena de autitos azules en el camino de vuelta, y no sabía si andar en cueros a esa hora me hacía más sospechoso.
Incluso más difícil era cuando no encontré una puta mirada con empatía al recuperar mi DNI de manos de los ratis aburridos.
Y fue definitivamente imposible cuando caminé esos kilómetros de vuelta apurado, tenso, sin disfrutar la noche. Mascullando la rabia, tanteando el aire vacío a mi lado, lleno de paranoia y soledad (¡ese era un tema de Serú!) y frustración.
Preguntándome para qué mierda fui a ese lugar, salvo para exponerme casi obligatoriamente a pasar por situaciones que no me gustan y que hace mucho me prometí evitar.
Volvía por las calles de siempre, por las que siempre paso siendo siempre el mismo, doblando en las esquinas de siempre. Volvía siempre igual, siempre al mismo lugar. Hablando solo, repitiendo estas palabras para venir y al menos vomitarlas acá.
Pero este vómito apenas si alivia. El malestar, la intoxicación quedan en el cuerpo. Llevan años.

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