miércoles, 17 de marzo de 2010

Comprándome zapas (II)

Tengo que comprarme un par de pantalones. Uno negro y otro azul, mínimo. Pero me resulta más fácil comprar zapatillas que pantalones. Más o menos sé de qué marca y cómo las quiero, y eso se puede ver a través de la vidriera, y se pueden comparar precios de productos iguales en lugares distintos.
Después de decidir, y de establecer una prioridad de opciones, uno va y pide, sabiendo lo que quiere y minimizando el tiempo dentro de un lugar tan inhóspito como un negocio, el trato con los vendedores apáticos, insoportables o desconocedores de lo que venden, y todos los esfuerzos que hay que hacer cuando no encontrás lo que querés, desde decir un “no” que no te suene hostil para el vendedor hasta emprender una nueva búsqueda.
Esto empezó con el primer par que me compré. La investigación previa derivó en una buena compra: unas buenas zapas a un buen precio. Y cuando algo sale bien de movida realimenta la cosa… Entonces, las estudio, expuestas en la vidriera y, a veces, en las estanterías separadas por marcas que tienen algunos locales grandes, y puedo reparar en los detalles que me interesan, más allá de si me gustan o no, lo cual es importante, tanto como el precio.
Veo si son de running, cuántos agujeros para los cordones tienen, dónde los tienen, si la parte del costado tiene un tamaño apropiado o si es medio corta (como esas Adidas cuyos cordones desgarré tratando de que me ajustaran mejor), si la estructura parece ser resistente, si el remate de la punta promete bancársela y no dejarme con el dedo gordo al aire…
La otra vez, cuando dejé de comprar Adidas, descubrí que la numeración varía no solo de país en país, sino también de marca en marca, y que no siempre hay equivalencias entre los números. Por ejemplo, para Nike 40,5 de Brasil es igual a 42,5 de Europa y a 9 de EE. UU., mientras que para Reebok una misma zapatilla es 40 en Brasil, 41 en Europa y 10 en EE. UU.
Pero ahora, además de los jeans, tenía que comprarme zapas. El relevamiento reveló que en el lugar donde compré la última vez era más barato; para mejor, tenían expuestos los dos modelos que me gustaban. ¡Vamos! Le pregunto al vendedor si tienen esas Reebok que en la vidriera son todas negras en negro con vivos violetas, como las que vi en otro lado. Dice que no hay, que seguro es un modelo distinto, y entonces elijo las otras que me habían gustado, en negro y gris, número 40 de Brasil/41 de Argentina. No las tiene en ese tamaño, y me trae el mismo modelo, pero en cremita –ni siquiera blancas- con la parte de arriba de los dedos en un horrible color pardusco.
“El número es este –le digo, seguro, cuando me pruebo la derecha–, pero el color no me convence”. Afirma que es un color muy elegante, miente que es como el de las zapas que tengo puestas, que son grises... Le pido las mismas, pero completamente blancas, y me dice que son de mina, y que tienen un reborde rosa, o verde agua. Se las muestro en la vidriera, todas blancas, con un cartelito que dice 35-43. Pero es como hablar con una pared.
Me ofrece otras negras, con unos adornos flamígeros en gris, y, además de muy llamativas, son más caras. Nop. No me mandé toda esa investigación para comprar algo que no quiero, para gastar 240 mangos en una cosa que a simple vista no me satisface. Le digo que estoy pensando, y lo que pienso es cómo le digo que no, hasta que le digo que no, que me disculpe, pero que no es lo que buscaba.
Consulto el papelito con las anotaciones, y me voy al otro lugar barato, que está a tres o cuatro cuadras. Cuando me atienden, pregunto por las violetas, a las que no había visto en la vidriera, y el pibe me las señala, bien a la vista, y me dice que son de mina, que solo hay hasta el 40. Si soy mina y calzo 41 estoy jodida, tengo que usar zapatillas de macho, pienso, y, de nuevo, pido las negras y grises.
Las trae, me las pruebo, camino… y se me salen de atrás. Como estaba tan seguro de que “el número es este” ni reparé en la considerable distancia que quedaba entre el dedo gordo y la punta de zapatilla. Le pedí un número menos, y me ajustaban bastante. Me gusta que las zapatillas me ajusten, pero las que tenía puestas me ajustaban porque había tirado de los cordones como un estrangulador sin un cuello a mano. Las nuevas, con los cordones relajados, dispuestos de esa forma tan extraña que no sé si vienen así de fábrica o si se debe a retorcidos empleados de las casas de deportes, me hacían temer que si las ajustaba iban a resultar casi dolorosas.
Por eso, y porque “el número es este”, 41 de Argentina, opté por las más grandes después de dudar unos cuantos minutos. (Fuck, acá hay que tomar una decisión, y tomo la decisión equivocada. Fuck again. Fuck yo). Las usé un par de horas en casa al día siguiente, y las seguía sintiendo flojas, chancleteando en cada paso lo suficiente como para que no pudiera dejar de pensar en ellas. Finalmente, las apreté en la punta, y descubrí que la uña del dedo gordo tenía espacio para crecer varias semanas antes de hacer tope.
Descalzo y confundido, se me ocurrió compararlas, apoyando la suela de la nueva contra la de la vieja, y a veces parecían más grandes, pero a veces parecían iguales… Entonces las medí, y tampoco estaba seguro. No sabía desde dónde medir: si sólo el costado, a ras de la suela; si desde la mitad del talón hasta la punta, si todo el perímetro de la zapatilla. Aun en la imprecisión, encontré que las nuevas eran más grandes, y lo comprobé poniéndolas juntas sobre el damero del parqué. Sí, son más largas: mismo número, misma marca, distinto tamaño… D’oh!
En el desconcierto de longitudes, hasta me medí los pies, porque en las zapas viejas el derecho tocaba contra la punta más que el izquierdo. Pero el problema no es ese: miden lo mismo…
Un par de días después fui a cambiarlas, y llevé la cinta métrica. Le explico al tipo que deberían ser iguales, que es el mismo número de las que tengo puestas, pero que son más grandes. Y me dice: “Sí, puede ser…” (!!). Trajo las otras, y ni me las probé: confiando más en la objetividad del centímetro que en la sensación de mis pies, medí su contorno, y eran aproximadamente como las que tenía puestas…
Todavía no les ajusté mucho los cordones, y se me salen un poquito cuando camino, pero menos que las anteriores, aunque me presionan bastante donde el empeine termina en los dedos. Pero, bue…, supongo que el uso las ablandará. Y dentro de todo zafan, aunque desde arriba, puestas, cediendo a la fuerza de mis pies planos, no las veo muy atractivas.
Igual, la próxima vez que vaya a comprarme zapas, voy con la cinta métrica. Así, además de probármelas y de tener en cuenta las distintas numeraciones, las mido antes de decidir.
Mientras, los lompas siguen esperando…

1 comentario:

Anónimo dijo...

Cinta metrica?....OMG!!!!.
Si yo laboro en un negocio de zaps y cae alguien con una cinta metrica...haciendome mas la estupidx...toco la alarma.