lunes, 12 de julio de 2010

Las monedas me esperan

Encuentro monedas en la calle muy seguido. Tal vez porque suelo caminar mirando hacia abajo, no sé si para evitar los miles de soretes de perro que alfombran Buenos Aires, porque la atmósfera me pesa demasiado o porque ponerme las manos en los bolsillos tira de la tela de la campera –lo siento en el cuello, en las clavículas, pero seguro que la espalda también lo siente–, y eso encorva mi columna.
O porque presto más atención a mi entorno que esas personas que esperaban el 168 en Corrientes y Billinghurst y, mirando la nada, no veían la moneda de 50 que yacía a un par de metros de ellos, más redonda y limpia que la luna de esa noche. También es posible que esté inconscientemente atento, que gire la cabeza y los ojos apunten al medio de la bocacalle y descubran un sol astillado brillando en el asfalto, al cual, en realidad, yo había percibido antes de que ellos lo vieran.
O, quizá, simplemente el destino nos convoca. Como pasó ayer a la tarde con las tres monedas de diez que sesteaban en la esquina de casa, donde se juntan el asfalto y el hormigón a la altura de la parada del bondi. Como cuando la veo rebotar justo en el momento en que un auto la pasa por arriba y la hace saltar en la avenida.
Entonces voy y las levanto. No me importa si me miran. Escarbo el asfalto con la llave si es necesario, o la rescato del agua podrida con un papel. Y agradezco. A quien corresponda.
Pero a veces me esperan. Lo sé.
La otra noche, pasadas las doce, crucé una avenida a mitad de cuadra, a la altura de la parada del 96. Y en el medio de la calzada encontré semienterrada una moneda de 10. Me volví a la vereda porque llegaban los autos, y, cuando pasó el escaso tránsito de la medianoche, traté de rescatarla. No pude: el asfalto estaba gastado, pedregoso y duro, y no dejaba espacio para la maniobra de la llave con agujeritos de la entrada del edificio. Las calles recién asfaltadas, con su carpeta uniforme y todavía maleable, son más generosas. Especialmente en verano.
Tres semáforos –el tiempo a veces se mide en semáforos, a veces en cigarrillos, a veces en trenes– lo intenté, mirando de reojo si doblaba algún auto en la perpendicular, recordándome que de un momento a otro, a lo lejos, y muy rápido, se venían los coches empujando la onda verde de la avenida.
Tuve que hacer mucha fuerza, y, al final, el meñique derecho resbaló contra el asfalto y abandoné mi empresa con el dedo sangrando.
La noche siguiente, más temprano, a eso de las ocho y media, volví a pasar por el lugar. Y me acordé de los 10 centavos. Crucé más o menos por donde había cruzado a la madrugada, mirando para abajo como un paranoico mira para atrás, y no tardé en reconocerla. Estaba a la vista, casi igual que entonces, como si no la hubiesen pasado por arriba durante veinte horas. Esperé un nuevo semáforo y ataqué con la llave en la mano. Hice palanca en los agujeros que había dejado en el asfalto antes de lastimarme, y salió al primer muñequeo.
Unos días antes, o después, andaba por Once, buscando un cíber abierto. Entre el rumor de la doble mano, atenuado por ser domingo a la noche, escuché clarito el sonido de una moneda contra el piso. Casi detuve la marcha, y un rápido paneo me mostró a un tipo en la esquina de Alsina, barriendo sus inmediaciones con la mirada, tratando de recuperar la moneda que se le había caído. No daba ponerme a imitarlo porque me la habría reclamado si yo la encontraba primero. El tipo seguía en lo suyo, la oscuridad iluminada de esa zona no lo ayudaba, y a mí me corría la inminente tormenta. Así que renuncié a ella. Por ese momento.
Volviendo del cíber pasé de nuevo por ahí. Y desde que agarré Jujuy me recordaba acordarme de esa esquina y de la moneda. Cuando crucé Alsina, empecé a mirar con detenimiento, padeciendo ahora yo la luz insuficiente. Miraba la calzada, miraba la vereda, miraba junto a la pizzería de la esquina, y nada… Hasta que miré cerca de mis pies, casi al lado del semáforo, y la vi: un sol brillante con su aureola plateada.
La de ayer estaba más protegida. Y me esperó un ratito, no más. Entre tantos círculos reflejando sobre el asfalto la luz del mediodía, uno me llama la atención. Me acerco cuando los coches de esa avenida de doble mano me lo permiten, e inspecciono. No era una moneda. Eso no era una moneda. Pero lo que está unos metros más atrás ¡sí es una moneda! Una de 25.
Vuelvo a la vereda y tomo como referencia ese pan hinchado de agua estancada que encalló junto al cordón. El bondi pasa, los autos frenan, y ahí voy con mi llave en la mano. Rasco, hurgo, cavo, y no sale. Como estoy más o menos cerca de casa, no lo intento en el siguiente semáforo. Decido ir y buscar un destornillador. Una hora me habrá tomado el ida y vuelta. El pan sigue ahí. Y la moneda, también. Clavo la punta en el hueco que hice con la llave, y sale con una facilidad que me hace fantasear con llevar un destornillador a todos lados.
Cuando vuelvo a casa, ya te dije, en la esquina hay tres monedas de diez.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

y a mi se me escapan...

Anónimo dijo...

(Yo las encuentro porque voy atrás tuyo)
ppparrrranoia... :P