martes, 28 de diciembre de 2010

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Dos líneas verticales parten al medio el blanco detrás de la última ventanilla. Una roja y otra azul –porque es el 118–, no muy gruesas, de unos cinco centímetros. Después doblan, creo; se horizontalizan, pero esa parte no se ve desde el 41 con el que espero en el semáforo.
Lo relevante no son esas dos franjas, sino las finísimas líneas firmes que el pintor trazó para separarlas. En esos detalles reparaba cuando era niño y dibujaba colectivos con pasión y torpeza. Miraba por la ventanilla y registraba los colores que veía desde el bondi en el que viajaba: blanco, franja azul, ventanillas rojas, techo negro, anotaba. Y el niño maníaco detallista reparaba hasta en las líneas que separaban los diferentes colores, circunstancia que seguramente cambiaría de letrista en letrista.
Después, en casa, los dibujaba y reproducía los esquemas de colores de esa época en que los colectivos no eran casi todos completamente rojos, o azules, o verdes, o blancos con ploteados, o tapizados con publicidades.
La línea roja, que separa el blanco del azul; la celeste, que separa el azul del rojo; la negra, que separa el rojo del blanco, me llevan más de tres décadas atrás, hasta la foto mental de un niño mirando por la ventanilla derecha –no por la izquierda, como esta vez–, cautivado por la misma hipnosis de los colores, y anotando, o pidiendo que anotaran.
Ese niño de entonces reaparecía la otra vez, sentándose en un Mercedes 911 restaurado de los que desfilaron en el Bicentenario, incapaz de absorber cada detalle con el que se reencontraba después de una vida. Y el tsunami emocional que le provocaba reconocer lo recordado inciertamente, la forma y la ubicación de la palanca de cambios de un Leyland Olympic, comprobar que era como la recordaba, redescubrir el panel que está bajo la ventanilla del conductor, lo instaba a no querer bajarse, a no querer alejarse de esos coches. Y lo obligaba a sociabilizar, a ponerlo (¡a ponerse!) en palabras, a hablar con la gente para ser visto, para que alguien lo viera.
Porque cuando era un niño seguramente no lo veían. Y porque no estaba quien más hubiera querido que lo viera esa noche.

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