martes, 5 de julio de 2011

VIH (-)

Aunque hayan pasado los años, aunque haya mucha más información y mejores medicamentos, una mención al VIH en primera persona genera un repelús chirriante. Incluso si es un profesional de la salud quien recibe el comentario. Se le ve en la cara, en el lenguaje corporal; se nota en el aire, en cómo cambia, y es bien evidente cuando no puede contener la pregunta “¿qué te pasó?”. Más que la pregunta es el tono, el fracaso rotundo en su intento de simular una reacción plena de naturalidad ante la noticia de que “estuve tomando Ritonavir”.
En realidad, no pasó otra cosa que haber actuado con rigurosa responsabilidad tras exponerme en una situación de alto riesgo: averigüé a dónde ir, fui, conté lo sustancial del hecho y traté de tomar la medicación que me dieron, lo cual fue imposible. Distinto de mucha gente que anda por la vida expuesta a riesgos respecto de esta enfermedad, riesgos que no son consecuencia de llevar una vida particularmente licenciosa, riesgos cotidianos que dejan de verse como tales, que forman parte de las prácticas sexuales aceptadas y hasta esperadas. Su despreocupación trae aparejada la invisibilización del riesgo, y el estigma –un módico estigma, al fin y al cabo– recae en quien, tras atravesar esa situación, procedió como indican los especialistas.
Igual, un poco lo suponía. Así que opté por casi no hablar del tema. Y decidí mentirles a las profesionales que me atendieron, inventando que se había roto el forro en vez de decir que pregunté si me dejaban coger sin forro y que no pude negarme cuando no me dijeron que no.
Lo bien que hice, porque el trato inquisidor subyace aun en ese lugar público donde te atienden y te dan la medicación gratuitamente. ¿Qué relevancia tiene, por ejemplo, la pregunta que me hacen sobre si cojo con hombres o con mujeres? Si el contagio puede ocurrir de las dos maneras, ¿por qué me lo preguntás? Salvo que estés haciendo una encuesta, no le veo razón. Y si estás haciendo una encuesta, preguntame, antes, si quiero participar de la encuesta…
La situación es un poco desbordante: la espera, el estado de algunas personas con las que compartís la espera, dos profesionales interrogándote, el peso de tratar de mantener la mentira y sonar convincente. Y entonces simplemente pasa sin que te des cuenta: será así, formará parte del protocolo, de lo establecido, de lo que sucede con tanta naturalidad que se torna ya no incuestionable, sino invisible.
Es muy curioso: el análisis supuestamente es anónimo, y el nombre no figura en la orden… ¡pero el DNI, la fecha de nacimiento y las iniciales sí! Y en algún lugar de todos los registros burocráticos, están, además, mi nombre y mi teléfono de línea (porque no tengo celular ni, tampoco, la repentización que me permita inventar un número cualquiera cuando llegan a esa parte del cuestionario).
La última vez logré evitar la respuesta automática y le expliqué a la mina que se trataba del teléfono de mi casa, que no había hablado del asunto con mi familia y que prefería que, de ser necesario, se comunicaran por mail. La señora de guardapolvo, que no se presentó, me tranquilizó y me dijo que nunca llaman… Y yo no pude preguntarle para qué me pedía el teléfono entonces, tal vez por no poder reparar en cada una de estas manifestaciones, por no lograr desmarcarme de ellas, o porque a veces unx se calla o se anula –o viene anuladx desde mucho tiempo atrás– con la intención de evitar hipotéticos conflictos o rispideces.
Allí todo tiene una pátina de buen trato y de contención: la enfermera que saluda con un beso a algunos pacientes, el enfermero que me saca sangre y me habla de fútbol o me pregunta de qué marca es el pantalón que tengo, el papelito anónimo pegado en el corcho de la pared pidiendo que valoremos la atención… Yo, sin embargo, la siento muy lejos. En los interrogatorios, en la cara que puso la otra profesional cuando dije que la situación involucraba a una prostituta, en el trato cuando fui porque la medicación me estaba pegando muy mal y me dijeron que lo que me pasaba era algo muy leve comparado con lo que ven (¡pero era lo que me pasaba a mí!; faltó que me dijeran “vos te lo buscaste”), en la otra vez que fui a retirar los resultados y me hacían historia sin decirme por qué o cuando no me dan una fecha exacta para retirar el resultado del análisis: “Vení dentro de veinte días”.
Si son veinte días corridos o veinte días hábiles no me lo dicen. Y yo tampoco pregunto, arrastradx por la dinámica que se impone, pero sin poder evitar la sensación de desconfianza y desagrado que produce la imprecisión en un contexto así, porque, convengamos, no es el resultado de un análisis cualquiera el que estoy esperando para una fecha… aproximada. Igual, esta vez son más informativos, y me dicen qué días y a qué hora entregan los resultados, cosa que no ocurrió la vez pasada: lunes, miércoles y viernes de 9 a 12.
Mis horarios se acomodan para que vaya un viernes, y llego con el tiempo justo porque el colectivo tuvo un problema con la máquina que da los boletos y volvió a la terminal para que le solucionaran el desperfecto con los pasajeros arriba y sin avisarnos. Resultado: estuvimos el 80% del trayecto detrás del bondi que había salido después…
Entro al hospital agitadx por el pique de dos cuadras que me mandé, saco número y tengo el 9. El display dice que van por el 54, pero ni a ganchos hay tanta gente. Cuando terminan de atender a una persona, me acerco al mostrador y la mina me pregunta qué número tengo. “Vamos por el 3”, me dice, dejándome casi en ridículo, y me pongo a esperar en ese lugar mínimo, donde hay que correrse cada vez que entra o sale alguien.
Llega mi turno, le digo que vengo a retirar el resultado de un análisis, y me informa que la persona encargada es el señor que atiende en otro de los lados del mismo mostrador. Le repito lo mismo al tipo, y lo primero que me dice es “ya no”. “Es hasta las doce”, agrega, señalando el sticker pegado en el acrílico del mostrador. “¿Qué hora es?”, le pregunto. “Doce y pico”, responde sin mirar, y me muestra el celular, supongo que para que vea la hora, cosa que no logro hacer. Las últimas palabras que registro son: “Ya estaba guardando todo”.
No me lo dice de otra forma. Necesita forrearme, mostrarme el teléfono, ni mirar la hora cuando se la pregunto. Es un empleado público en estado puro, incapaz de la mínima cortesía para atender a alguien, mucho menos a alguien que puede estar en un estado de enorme inestabilidad emocional acumulada por seis meses de una espera que quizá haya sido desesperante.
Se impone su versión, y no me queda otra que irme, de muy malhumor, gruñéndole un “gracias por nada”. Voy al baño a hacer pis y se me ocurre buscar un televisor que muestre la hora. Cruzo todo el hospital y finalmente lo encuentro: son 12:09. Un minuto para encontrar el televisor, dos o tres minutos para llegar al baño y mear, uno o dos minutos hablando con el tipo… Es muy probable que me haya atendido 12:04.
Sin duda, llegué antes de las doce, y si se hizo tarde fue por todo el tiempo que tardaron en atenderme. Es decir, tardan en atenderte hasta que se hace tarde, y después no te atienden porque es tarde… Quiero volver al lugar para reclamarle, para sacarme un poco la bronca, por lo menos. Después de un breve debate conmigo mismx, sorpresivamente se impone mi lado exteriorizante. Entro y llamo la atención de una gente que espera y que me pregunta si estoy buscando dónde se saca número… Pero el tipo ya no está. Tengo que volver el lunes, tengo que conformarme con pegarle un par de trompadas a la pared.
El lunes, me acuerdo cuando ya caminé veinte cuadras, es feriado. Son cinco los días extras de incertidumbre que hay que pasar. Como calmante de la furia y de la sensación de sentirme boludeadx, decido ir el miércoles doce menos un minuto. Si sos tan puntual para no atenderme doce y cuatro, sé igual de puntual para atenderme doce menos uno, pienso, y deseo que me diga que no porque tengo ganas de pelearme con alguien.
Doce menos cuatro del miércoles, o menos tres, entro. Voy derecho a ese lado del mostrador sin sacar número, repito mi speech y lo primero que hace la mina que me atiende es mirar el reloj. No son las doce. ¡Chupala! Me pide el documento, anota –de nuevo– mi nombre, me hace las preguntas de siempre (si vivo en Capital o provincia, cuántos años tengo, si tengo obra social) y me dice que me siente, que me van a llamar.
La espera es breve, pero siempre hay tiempo para flashear cualquiera. De hecho, es el mejor momento para flashear cualquiera, desbancando del ranking a la parte del viaje en que el bondi para en –casi– todos los semáforos. La enfermera le recuerda a un paciente, al que parece conocer, que debe usar barbijo si tiene, como dice, neumonía, aunque ahora se le haya pasado la tos. Y me acuerdo de esa tosecita que me acompaña hace meses, de esas vetas mínimas de catarro que no salen ni aunque me lije la garganta, del estado físico de la chica promiscua, tan flaquita ella, que además de promiscua se deja coger sin forro…
Eso pesa más que mi dentista explicándome que el estado de mi boca revela un buen funcionamiento de mi sistema inmunológico. Pesa más que la mina de la otra vez preguntándome, cuando me hizo la orden para este análisis, cómo había estado y viendo como una buena señal que le dijera “normal” o “como siempre” (¿habrá sido por eso que no me hizo la orden para los análisis de hepatitis?). Pesa tanto que ni me acuerdo de todo esto.
Me llaman, y solo me atiende una mina, en lugar de lxs dos profesionales que suele haber. Cuando estoy sentándome y ella aún está más cerca de la puerta del consultorio que de su silla, me dice que “el análisis está todo bien”. Me da el papelito y ni atino a leerlo. Me pregunta si me cuido, si me cuesta cuidarme, dice que “en función de ese episodio estaría todo bien”. Le contesto que la poca acción posterior a aquella noche no me genera dudas, y su risa da por terminado el encuentro. (¿Por qué dijo “estaría” y no “está”?, me pregunto ahora que escucho la grabación).
El momento tan esperado duró menos de dos minutos. Lo más extraño sucede después, cuando salgo del hospital con el brazo dolorido por la brutalidad de la enfermera que me aplicó la última dosis de la vacuna contra la hepatitis B. Estoy sanx, confirmadamente sanx, y no tengo la sensación de haberme quitado un peso de encima.

2 comentarios:

o. dijo...

Me cago en mi sistema inmunológico: salí una hora ayer (la segunda vez que salgo de casa en 13 días), para actualizar el blog.
Y en esa hora me enfermé. :-~(



kedness

o. dijo...

¿Que no es por el frío que no salgo a la calle? ¿Que no es por el frío, ni por el catarro que nunca termina de irse, ni porque se hizo tarde o no tengo a dónde ir, ni por el cansancio y el dolor de cabeza (y la furia y la impotencia) que me causan los vecinos y sus hijos de vacaciones?
¿Que es para no caminar por las calles que caminamos juntxs e inevitablemente acordarme de vos, para no pasar por los umbrales donde nos sentamos, por las paradas de los bondis que tomé para ir a verte, por las calles por donde no caminamos, esas que me hacían flashear con http://nosoportoalagente.blogspot.com/2010/03/ataque-de-adolescencia.html
¿Vos decís? ¿Vos decís que es por eso, y no por casualidad, que llevo meses sin pasar por la estación?
Capaz... No sé. Sabés que nunca tuve muchas certezas. Pero qué bueno, entonces, que no haya un telo donde añorar cómo acabaste conmigo una, ocho, nueve veces, porque, si fuera así, no sé cómo podría hacer para volver a coger.



vaters