lunes, 29 de abril de 2013

Dolores

Frente a los restos de mi padre, fijo la vista en ningún lado, como siempre, como antes, para no mirarlo. (Nunca me salió mirar a mis padres, y delante de ellos siempre miro un punto impreciso y desenfocado). Su brazo cadavérico sale de la cobija y, tembloroso, lleva su mano cadavérica, sus dedos cadavéricos con uñas cadavéricas, hacia el vaso con tapa que le alcanza la persona que lo cuida.
Pienso, entonces, o durante el viaje de vuelta, o después, o ahora, en algo que ya me interpeló varias veces. ¿Cuándo la vida deja de ser vida?
Recuerdo que hace unos meses, justo antes de su última internación, pese a no poder salir de la cama, aún estaba mentalmente activo y me mencionó su intención de encontrar a alguien que fuera a su casa por un par de horas y le alcanzara libros o le buscara datos en su biblioteca. Recuerdo que en esa mención vi una oferta laboral hacia mí, de la cual no me hice cargo porque no quiero repetir lo que ya pasé –que un sueldo sirva para que yo esté más en contacto–, y menos aún en una situación que fácilmente derivaría al trabajo de enfermería, para el cual no tengo vocación ni habilidad.
Hago un poco de memoria, y noto que pasaron unos cuantos meses. Más de los que parecen. Ocho.
Ahora, desde que retomé las visitas para las cuales no tuve motivos durante el verano, esa mínima vitalidad quedó lejos. Ya no es la postración, únicamente, sino la dificultad para comprender lo que uno dice, sea por la sordera, sea por un deterioro mental (sea por ambas cosas). Y la dificultad para hablar, que deja las frases a medio decir, y, de nuevo, la duda sobre el deterioro mental, el cual parece confirmarse cuando las historias que ya contó cincuenta veces se empalman con otras, alineando segmentos de distintos relatos que construyen un sinsentido apabullante. Un sinsentido que parece no ver la persona que lo cuida, para quien "mentalmente está hecho una luz", aun cuando es capaz de decir que "lo mejor que le puede pasar a [mi madre] es que yo me muera", según me hizo saber esa misma persona.
Ya no me alcanza la excusa de que está cansado o de que le pegó el Rivotril. Y si bien siempre hablamos poco, y los largos silencios son una constante que me hacen acordar a las cenas de los sábados, veinte años atrás, esos relatos anfractuosos como un rayo me sumen en algo que es más que desaliento.
Ya no lee, ya no dicta, ya no recibe gente. Sólo la letanía de Radio 10, siempre encendida. Siempre noticias.
¿Cuándo la rana deja de estar en condiciones de saltar de la sartén? ¿Cuándo dejamos de ser y nos transformamos en casi una cosa? ¿Cuándo la vida es lo que decide un psiquiatra a partir de lo que habla con él, pero también, y sobre todo, a partir de la versión que da la persona que lo cuida?
Siempre que pensé en enfermedades graves, siempre que veo a gente padeciéndolas, imaginé que me negaría a embarcarme en tratamientos muy agresivos. (Y la debilidad total que manifestó mi cuerpo la única vez que debí enfrentar un tratamiento duro me hace pensar que la cosa va más allá de mi voluntad o no).
Pienso entonces que el dolor físico podría ser un límite. Y lo imagino como un límite férreo. Ojalá uno pueda poder bajarse de una situación así, y no "vivir" unos meses más en un estado de no persona, arrasado por tratamientos feroces y, finalmente, muchas veces, vanos. (Ojalá nunca pase por una situación así).
Otra clase de dolores, los que provienen de la incomunicación y el abandono, los que provienen de no poder, de no haber podido, de no saber (los que provienen de hace quién sabe cuánto tiempo), parecen ser más maleables. Dan margen para que uno se invente cosas que permitan sobrellevarlos por un tiempo, anestesiándolos o dejándolos en un segundo plano. Hasta que se agota el efecto evasivo, y automática e instintivamente intento reemplazarlas con algo nuevo.
Cada vez menos, porque tengo cada vez más conciencia de esa dinámica, que no resuelve nada y que siempre termina igual: conmigo en el mismo lugar y con todo lo que causa dolor, intacto y poderoso.
Y entonces me pregunto, ahora, acá, y también, a veces –lo que me pega mucho peor–, en la calle (sobre todo, cuando voy a correr a la plaza y paso por la cortada que lleva al lugar donde suele haber expos de ciertos objetos, y me vienen a la mente todos los años que pasé por allí sin poder compartir lo que me gusta), dónde estará el límite para estos dolores de décadas. Y cómo se manifestará.

4 comentarios:

yo dijo...

El dolor, también, de esas cagadas que uno se manda. Cagadas inconscientes, pero que pueden joder a otra gente, o inquietarla un poco, no más; pero aun así, que querría haber visto antes, para evitarlas.
No da pedir perdón. Porque no sé qué es eso, porque me molesta cuando me joden y después me dicen "perdón", porque me molesta más cuando me vuelven a joder y me repiten "perdón", o porque yo no me perdono.
No da torturarse, tampoco, porque estaba todo roto y/o malbaratado de antes, pero algunas cosas son una cagada. Y ponen todo en un lugar peor.
Fuck.
Por más cosas plausibles que pueda decir, que pueda ver, que pueda encontrar -que puedan ser, incluso-, miro y me siento una hija de Frari: Frau Dulenta.

(¿Será por el tema ese del inconsciente que me molesta tanto?, ¿será que si lo hubiera hecho adrede no me jodería? Pero lo hice, y cuando lo vi de nuevo me molestó mucho. Y aunque sea acá quería decirlo).

o. dijo...


Más de lo mismo. O peor.
Voy a ver a mi padre. Hace tres o cuatro semanas que no voy. No tengo nada que hacer ahí, salvo unas cosas que no me dan ganas: recopilar datos de unos objetos que me dio para vender -cuya venta no me sirve para (casi) nada- y avanzar en un trabajo vinculado al lugar donde él era "el jefe" y donde yo laburé, tarea detenida hace casi dos meses, desde que les pedí a las personas que están ahí ahora unas cosas que faltaban, sin obtener respuestas.
Está claro que no me da ir a verlo a él sin esas excusas. Está claro que nunca me dio verlo sin la excusa laboral en el medio, excusa que él mismo inició, cuando me ofreció trabajo, hace 20 años. (Está claro que no me da ver a mi madre, salvo porque vivimos acá, y parece que no se puede salir... ¡yo no pude salir!). No sé si lo nota. Alguna vez, hace poco, dijo "vino X a visitarme", y no lo corregí, cultivando ese laissez faire que no sé si cultivo o si me arrasa.

Hablo con la persona que lo cuida de esa tarea pendiente, quiero forzar la cosa y amenazar con abandonar la tarea porque van tres veces que pido lo que falta y no me dan bola. "Vos decime a mí, y yo se lo pido a M", dice. "Justamente, quiero que me den lo que pido sin que sea necesaria la intervención de otros", alcanzo a decir. Una de dos, eso lo dije. Lo de amenazar con renunciar no me salió.
Persona-que-lo-cuida me pregunta, retóricamente, si quiero pasar a la habitación a saludar a mi padre. Él, como siempre, va adelante, entra primero y me anuncia.
Cuando entro, mi padre suelta una exclamación que interpreto como positiva porque en su voz noto fácilmente mayor fortaleza que las últimas veces. Lo saludo con un ademán ampuloso, antes o después, para que asegurarme de que me registró porque no dijo mi nombre ni hizo ninguna referencia concreta a mí.
Persona-que-lo-cuida le hace otro comentario retórico, creo que le pregunta si está satisfecho, refiriéndose a la cena que le dio unos minutos. Mi padre responde como si no lo hubiera oído, o como si no lo hubiera entenedido. Creo que Persona-que-lo-cuida repite la pregunta.
Tal vez falte algo, breve, en la cronología. Los cuadros probablemente ausentes de la película terminan cuando Persona-que-lo-cuida dice o pregunta "los dejo solos". Mi padre no da bola. Silencio borroso. Persona-que-lo-cuida dice "vino X, ¿tenés algo para decirle?".
Mi padre dice secamente "no".
Persona-que-lo-cuida encara para la puerta diciendo que tiene que arreglar unas cosas conmigo. (Ey, las habíamos arreglado antes). Yo digo "te dejamos en paz", o algo así.
Nos vamos.
Persona-que-lo-cuida atriubye el hecho a que estaba medio dormido. Creo que se extiende en boludeces, pero no mucho, y rápidamente su lenguaje corporal da por terminada mi visita sin volver a hacer mención al episodio.

El malestar que me acompañó las horas siguientes, que podría decir enojo, o furia -una furia moderada, tampoco taaaanto-, corresponde a una de las dos cosas que se me ocurren. O está definitivamente gagá y no me reconoció, o sí me reconoció y quiso hacerme ese desaire.
De algún modo, por algún motivo, me pega a desaire premeditado. Y el enojo, calculo, no es tanto con él como conmigo, con no poder mandar a todxs la mierda y dejar de fingir. Y cortar con todo. CON TODO.
No me importa nada, no me suma nada, mejor dicho. Pero acá nos empecinamos en mantener la ficción de las relaciones sin pudrirlas -sin manifestar su pudrición, más bien- no sé para qué.

Mi madre está por viajar nuevamente. (Como hace siempre, no me dice nada hasta último momento, hasta que pasa con la valija por el living). No da sumarle una tensión extra. Entonces, no le digo que temo que haya perdido la lucidez, ni todas las cosas que se me ocurren -o no- que podría hacer en ese estado que el psiquiatra parece no ver, que Persona-que-lo-cuida parece omitir.

Voy a reventar. Bah, ni eso. Voy a seguir así.

o. tra vez dijo...

Más de lo mismo (II)
Mi madre llama al electricista y lo cita a una hora en la que ella se va a ir. No me pregunta si voy a salir o no. Ella lo cita.
Viene el tipo y descalabra mi rutina de desayunar fruta en la cocina, hojeando el diario, y comer en el living, viendo tele. Hay que fumársela, lo sé; pero me descalabra y me frustra.
Prendo la tele un toque, antes de que se ponga a laburar, para ver la temperatura, porque voy a salir. Mi madre me dice que el tipo va a cortar la luz. Ya lo sé, mamá, no soy idiota. No se lo digo así, supongo que gruño algo.
Pocos minutos después oigo al electricista decirle a mi madre que ya está por cortar la luz. En su aviso hay una referencia implícita a mí. Ella le dice: "Por eso se puso así".
La idea de mí que tiene mi madre me irrita mucho. Cuando la comenta con otros, aún más. Y cuando son desconocidos, me genera odio.
O sea: interpreta una cosa de un modo que no es -porque no me puse "así" por la tele ni por el corte de luz-, lo comenta con los demás, usa ese tono despectivo que no cambió en más de 3X años, y, como siempre, ayuda a construirme en la mirada ajena como un ser desagradable, caprichoso y cuya convivencia implica un esfuerzo y casi un castigo. Un monstriter, bah.

II.1
Mi madre llega, ve mi plato vacío y me pregunta si quiero comer. Le hago notar que ya comí. Se molesta y dice: "Vengo con hambre y te pregunto si querés comer, y eso te molesta". SÍ, porque vos tenés hambre, yo NO. ¿No podés verlo?
No. No puede. (El problema es que su incapacidad de verlo me arrastra incesantemente en su enfermedad, hace demasiados años).

II.2
Mi madre, abnegada, llega en esta noche fría de sábado y lo primero que hace es preguntarme si quiero que prepare algo para comer. No me pregunta cómo estoy, si finalmente me sale fuego de la garganta o si no pasa de unas anginas cualunques. No se fija en el horno, donde se están haciendo las empanadas que había en el freezer.
No puede desactivar el chip que tiene. Hace demasiados años, y ni siquiera lo ve.

o. tra vez dijo...

Más de lo mismo (III)
Otra vez, la segunda en dos meses y medio, tengo una infección en las vías respiratorias. Tos, fiebre, nariz que chorrea, rollo de papel de cocina en la mesita de luz, los remedios que fueron quedando y que nunca hacen efecto tan rápidamente como necesitaría...
Y cuando deja de chorrear la nariz y se secan los fluidos, el interminable intento de expectoración y, lo más horrible, lo que hace que vaya postergando el momento de dormir, hasta que me doy cuenta... y lo sigo postergando: los ahogos en el medio del sueño.
El ataque del hombre invisible tratando de ahorcarme, o lo que carajo sea. Y el temor a despertarme sobresaltada, nuevamente, y empezar a recorrer instintiva y desesperadamente la casa en busca de aire.
Entonces, otra vez, intento dormir sentada. Del lado donde duermo siempre, o me hundo o me clavo el reborde saliente de la pared o me duele mucho la espalda. Así que cambio de cabecera, arrimo la cama al rincón, pongo una almohada contra una pared (para la espalda), pongo la otra almohada contra la otra pared (para la cabeza), me pongo los tapones en los oídos -porque en dos horas se levantan los vecinos de arriba, incluyendo a los tres niños-, me tapo con las dos frazadas y, vestida -por si me ahogo y salgo corriendo semidormida por la casa y hay gente: oh, el pudor-, me dispongo a dormir.