Porque vuelvo tarde a
casa, porque se me pasa la hora haciendo otras
cosas, porque decido esperar a que se prepare la cena para llenar más
la bolsa o por lo que sea, a veces no saco la basura para que el portero
la embolse y la lleve a la vereda. Entonces, antes de la hora en que
más o menos sé que pasa el camión, bajo y la saco yo.
Sucedió una
vez, hace varios años, que llegué a la vereda simultáneamente con los
muchachos de Moyano, de modo que colocar mi bolsita de supermercado en
la vereda hubiera entorpecido su coreografía siempre apurada. Creo recordar que le pregunté a uno de ellos si daba que yo arrojase la bolsa a la compactadora, que no fue sugerencia suya. Como sea, tuve su okey, y emboqué fácilmente la bolsa de Norte en la boca mefítica del camión.
El
recolector vio la escena, y me dijo algo así como: "¡Muy bien! Te vamos
a hacer un contrato". Mi falta de repentización impidió que pudiera dar
una respuesta consistente a su broma, y mis palabras habrán quedado en
un balbuceo, en un ruido disuelto por lo efímero de la situación más que por el estrépito del
camión.
El otro día nuevamente llegué a la vereda en simultáneo con
el camión. Rodeé por detrás un auto estacionado para no obstruir el paso
de los basureros y cuando iba a arrojarla al camión, uno de ellos se
interpuso en mi camino y me pidió que le diera mi pequeña bolsa. Eso
hice, explicándole cuál era mi intención, la que desestimó mientras
tomaba la bolsa cuidadosamente, con las dos manos, sosteniéndola con una
por debajo y sujetándola por el nudo con la otra.
"Bueno, gracias",
le dije, por decir algo, antes de dar media vuelta y volver a rodear el
auto estacionado con el ruido y el vacío que me quedan cuando la empatía
no se reedita, cuando después de tanto tiempo vuelve a suceder una de
esas escasas chances y sólo queda menos de lo que había.
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