viernes, 16 de diciembre de 2016

Sala de espera (Thick as a mic)

La sala de espera no tiene aire acondicionado. Ni siquiera un ventilador. Sólo un compresor, que no sé qué comprime, pero que cada tanto atruena con su sonido por un buen rato. Sé que es un compresor porque alguna vez un paciente habrá preguntado qué onda, sorprendido por tanto ruido tanto tiempo, y otro, más experimentado, le respondió.
Yo ya estoy entre los experimentados y, cuando algún novato llega y el desconcierto trasciende su mirada, puedo decirle que debe tocar el timbre para que lo anoten en la lista. Antes era la secretaria la que se encargaba de recibir a los pacientes y anotar sus nombres, pero ahora es una tarea asignada a los residentes.
A veces, justo sale un doctor y tiene que rebajarse a esa actividad. Eso sucede pocas veces, eso sucede ahora, con el que me citó a las nueve y me atenderá pasadas las diez. Abre la puerta para despedir a una paciente, y uno que espera aprovecha para preguntarle algo. Todos allí parecen tomar agua cafeinada porque caminan rápido y hablan fuerte. Escucho que el doctor le pregunta quién lo atendió la otra vez, pero la respuesta del paciente no me resulta audible. Sin embargo, sé que dijo Victoria porque él repregunta: "Hay dos. ¿Cuál es? ¿Una petisita?".
Fuck. ¿Qué necesidad de referirse al metro y medio de esa Victoria, y, encima, enfatizándolo con el uso del diminutivo? ¿Por qué no decir, simplemente, "la rubia o la morocha"? ¿Acaso yo pido por el pelado cuando voy a verte? ¿Acaso cultivo el desubique como para pedir por la petisita cuando voy a verla a ella? ¿Acaso ustedes se referirán a mí como…? No quiero pensar cómo.
Entran dos chabones a los que no sé si les nota más que son hipsters o que son putos. Como casi todo lugar público de cierto prestigio reúne a esa gente con los pobres, como el señor del banco de enfrente, que dejó apoyada en el piso la bolsa finita de almacén con un agua grande y un paquete entero de galletitas Granix. En la mano tiene otra bolsa, donde resalta un rollo de papel higiénico, y la cartera que le dejó su mujer antes de pasar al consultorio.
El señor, que debe andar por los sesenta y es rotundamente pobre, de a ratos duerme. Cuando en un momento del sueño echa la cabeza hacia atrás, la puerta de la habitación donde está el compresor se abre. Se despierta y manotea hasta cerrarla, dificultado por la carencia de picaporte.
Volverá a dormirse y a despertarse un par de veces más. En un momento de su vigilia, suena el teléfono de su mujer y el tipo arma otro gag de Buster Keaton buscándolo dentro de la cartera, a uno y otro lado de los papeles que seguramente son los análisis. Hasta que en el tercer llamado –porque el que llama es insistente– se da cuenta de que la cartera, del otro lado, tiene un bolsillo con un cierre y de que el teléfono está allí y no donde él buscaba.
A su lado también duerme alguien. Una chica joven, una especie de clon de Mimi Maura hace unos años, vestida en tonos amarillos, tal vez un vestido, tal vez una blusa y un pantalón, con zapatos de taco chino al tono. No recuerdo la ropa porque lo que se guarda con la forma de la sensación es su look, que rompe la uniformidad de los jeans de todas las otras minas que van ahí.
La acompaña, a su izquierda, un chabón que no sé si es el hijo o el novio. Por lo lampiño, por el color terroso de su piel, por su atuendo descuidado –el pelo revuelto, alguna mancha de lavandina en el jean, las zapatillas gastadas– y cómo contrasta con la prolijidad de ella, por su adicción al jueguito del celular, por la indiferencia que le obsequia, podría ser su hijo: un casi veinteañero grandote… Por lo incierta que me resulta la edad de ella, me surgen dudas.
Clon de Mimi joven duerme en varias posiciones que va cambiando a medida que algo la despierta o que la incomodidad le gana. Con la espalda apoyada recta en la pared, contra el hombro de él, apoyando la cartera en el respaldo si la pared le resulta muy dura, medio de costado, deslizándose en el banco, con la boca abierta eróticamente… Cuando elige el hombro derecho de su acompañante para apoyar la cabeza, el chabón ni se rescata en morigerar sus movimientos de jugador que hace fuerza para encontrar la última bola, para evitar al último monstruo, para lanzar la última bomba.
Ponele que ya no flasheás mirándola dormir. Ponele que tu adicción al celular no te permite rescatarte y procurar no molestarla. Pero… ¿ni un gesto de cariño? No. Ni uno. Nada. El boludo sigue jugando, y los cimbronazos de sus brazos y de su torso, y hasta de sus piernas, repercuten en ella, que a veces se reacomoda para seguir durmiendo contra el hombro. Y esa desconsideración, a la que veo tan propia de un adolescente, me hace pensar que podría ser el hijo.
Cuando sale otra paciente del pelado y entra el que está antes que yo, me acerco a la puerta y me siento en un banco más cercano a ella para ganar tiempo y caminar menos en el momento que llegue mi turno, como cuando caminamos hacia la punta del tren que nos deja más cerca al aproximarse la estación donde tenemos que bajar. Desde allí, Clon de Mimi y su compañía quedan completamente fuera de mi campo visual, que sólo apunta a la puerta porque ya me siento mal y me bajé en dos minutos el jugo que llevé buscando darle a mi cuerpo el azúcar que suele pedirme.
Solo una vez vuelvo a mirar hacia el lugar donde están. Ella ya se despertó, y en un instante su lenguaje corporal me quita toda duda: la veo pasando su brazo izquierdo por el espacio que queda entre el brazo derecho y el cuerpo de él, y esa forma de agarrar, esa forma de mirar no son las de una madre. El chabón, obvio, no suelta el celu, aunque ahora parece que no está jugando, sino mostrándole algo a ella.
Se me ocurren dos preguntas. Bah, tres. "¿Cuándo mierda me atiende el pelado?" es la primera. La segunda es "why not me?". ¿Por qué no puedo estar yo en una situación así? ¿Por qué no puedo dar gestos como los que no le dan a Mimi si puedo ver cuándo corresponden? ¿Por qué no puedo decirte las palabras que se me ocurrieron para dar cuenta de lo que vi de vos; por qué no puedo pegarte una dedicada y merecida chupada de concha? Podría hacer bien algo de eso. (Y probablemente fallar en casi todo lo demás). Pero ni siquiera califico.
La última, inevitable, ¿qué carajo hace una mina como esa con un chabón así?, sólo halla respuesta en una frase de Amalia Granata sobre el Ogro Fabbiani: "La tiene gorda como un micrófono".

1 comentario:

y.0. dijo...

La otra mañana presencié casi el colmo de esta situación: sale una de las dos Victorias, la morocha, y recibe en la puerta del consultorio a un paciente. Cuando le pregunta quién lo atendió y el paciente dice "Victoria", esta Victoria le pregunta: "¿Cuál? ¿Una rubiecita?", mientras pone su mano derecha, paralela al piso, palma para abajo, a la altura de su hombro.
¿Me explicás, Victoria morocha, la relación entre la palabra "rubiecita" y el gesto ese?
(De paso, explicame por qué vos también preguntás cuál Victoria lo atendió si sos una de esas Victorias. Si eras vos, debería recordarte, supongo).
(Y qué bueno que la característica física más distintiva de la Victoria rubia sea su estatura y no unas tetas tamaño Isabel Sarli, porque... ¿qué gesto harías en ese caso, Victoria morocha?).

No se trata de un chiste, seguramente poco gracioso -en especial para alguien que lleva casi 30 años escuchándolos-; no se trata de la extrañada curiosidad que me provoca que las tres personas que me atendieron allí no pasen del metro y medio. Se trata de algo que surge irreflexivo, espontáneo. Lo cual revela lo internalizado que tienen este asunto la Victoria del gesto, el pelado que no pregunta si "la rubia o la morocha", sino que alude con la palabra "petisita"; los que usan el diminutivo, el que dijo Vicky Xipolitakis delante mío (y de ella) y todos quienes aludirán de modo similar sin que yo los haya visto y escuchado.