Ya se había hecho de noche el sábado, y me desvié unos metros de mi camino, tentado por la vidriera de la casa de deportes a mirar zapatillas que no compraré.
Cuando voy a cruzar la avenida por la mitad de cuadra, me asomo para ver más allá de la cupé Fuego blanca estacionada: el semáforo de la esquina acaba de abrir y me obliga a esperar que pasen los autos.
Mientras, recuerdo las decenas de noches que apenas a unos metros me asomé con la misma intención, pero con una grande de muzzarella, o una chica la mitad de anchoas y dos porciones de fugazzetta con queso, o una de jamón y morrones, sabiendo que en cinco minutos me iba a estar comiendo una pizza de La Flor.
Los autos aguardan nuevamente en el semáforo. Cruzo, y siento una profunda nostalgia por la pizza que ya no podré volver a comer; por las luces navideñas que, puntuales y centelleantes, anuncian que otro año se está yendo; por que me voy a cortar el pelo y será más notorio que no soy la misma persona de entonces…
Y todo lo que tuve y ya no tengo (ni tendré), y todo lo que tengo y estoy por perder, me atropella, y me manda al hospital.
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