Corroe la ciudad el siniestro tintineo de un adorno de moda, que, por lo que me comentan, responde al nombre de “llamador de ángeles”, y que, ciertamente, no carece de connotaciones esotéricas.
Bueno, si no corroe la ciudad, corroe mis oídos cuando la transito y esa poronga de ruidito hiper agudo me taladra la hipófisis a más de media cuadra de distancia en muchos y diversos lugares.
El llamador de ángeles consta de unas piezas de metal, o a veces también de vidrio, que se entrechocan por efecto del viento, produciendo ese desagradabilísimo sonido que describo quedándome corto. En cierta forma, se parece al adminículo usado en algunos negocios para que suene cuando alguien abre la puerta y alerte así a los empleados sobre la llegada de una persona, quizá un cliente.
Ya puedo hacer un mapa de departamentos de mi barrio desde donde este adorno perfora tímpanos. Por ejemplo, en el medio de la tarde de un día hábil, en una ancha avenida de seis carriles por la que transitan seis líneas de colectivos, puede oírse ese “tilín tilín” por debajo –o por encima– del ruido de los colectivos, de los autos, de los negocios, de la gente que pasa, del cotidiano siseo citadino del centro comercial del barrio.
Entonces, punzada la curiosidad por ver desde dónde proviene el ruidito en cuestión, uno empieza a mirar hacia arriba y encuentra que es desde el otro lado de la avenida. Cruza y en el séptimo piso de un edificio que está en una calle perpendicular a la avenida, a unos 20 ó 30 metros de la esquina, descubre el adorno, mecido por el viento, en un departamento de persianas bajas.
Si en ese lugar, con todo ese ruido y a esa distancia, esta mierda se las ingenia para trepanarme la paciencia, ¿qué no sentiré cuando la vieja puta del primer piso lo pone en su balcón, a dos metros de mi cabeza, donde debo oírlo día y noche, tarde y madrugada, como una presencia ajena, constante e incesante, en mi cabeza?
Bueno, si no corroe la ciudad, corroe mis oídos cuando la transito y esa poronga de ruidito hiper agudo me taladra la hipófisis a más de media cuadra de distancia en muchos y diversos lugares.
El llamador de ángeles consta de unas piezas de metal, o a veces también de vidrio, que se entrechocan por efecto del viento, produciendo ese desagradabilísimo sonido que describo quedándome corto. En cierta forma, se parece al adminículo usado en algunos negocios para que suene cuando alguien abre la puerta y alerte así a los empleados sobre la llegada de una persona, quizá un cliente.
Ya puedo hacer un mapa de departamentos de mi barrio desde donde este adorno perfora tímpanos. Por ejemplo, en el medio de la tarde de un día hábil, en una ancha avenida de seis carriles por la que transitan seis líneas de colectivos, puede oírse ese “tilín tilín” por debajo –o por encima– del ruido de los colectivos, de los autos, de los negocios, de la gente que pasa, del cotidiano siseo citadino del centro comercial del barrio.
Entonces, punzada la curiosidad por ver desde dónde proviene el ruidito en cuestión, uno empieza a mirar hacia arriba y encuentra que es desde el otro lado de la avenida. Cruza y en el séptimo piso de un edificio que está en una calle perpendicular a la avenida, a unos 20 ó 30 metros de la esquina, descubre el adorno, mecido por el viento, en un departamento de persianas bajas.
Si en ese lugar, con todo ese ruido y a esa distancia, esta mierda se las ingenia para trepanarme la paciencia, ¿qué no sentiré cuando la vieja puta del primer piso lo pone en su balcón, a dos metros de mi cabeza, donde debo oírlo día y noche, tarde y madrugada, como una presencia ajena, constante e incesante, en mi cabeza?
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