Pegado a la vereda izquierda de la avenida, un chabón de pelo corto, que difícilmente tenga más de 20 años, reducido a la condición de bestia de carga, tira de su carro a eso de la 7 de la tarde: las dos manos empujan el travesaño a la altura de su pecho.
Lo acompaña una mujer, morocha, o sucia, o ambas cosas. Está embarazada, tal vez de 6 meses, y su panza escapa bajo el pulóver marrón que se engama perfectamente con su pelo, su piel y la bolsa del carro.
Los para el semáforo de Boedo, como al 97. Antes de que la luz cambie a verde comienzan a cruzar, y se detienen en la otra esquina: ella se agacha y revuelve la basura: rescata algo, descarta lo otro, mientras su bestia de carga espera.
Y siguen caminando. Y deteniéndose.
El colectivo retoma su marcha y los pierdo de vista.
Desde el bondi sí se ve. Desde al lado parece que no.
Solo se verá la consecuencia en forma de bolsas rotas y desperdicios desparramados que darán letra a la remanida queja. Tal vez si los miles de cartoneros tomaran las armas, si asaltaran la ciudad, si todos, en vez de hurgar entre nuestros desechos, salieran a robar lo que no desechamos, los veríamos mejor.
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