Hay zonas de Buenos Aires que se parecen a Grozny, o a Beirut, después del bombardeo, en la época de la reconstrucción: edificios demoliéndose, terrenos vacíos, cimientos erigiéndose, retroexcavadoras y camiones hormigoneros a full.
La reactivación económica sigue la huella de su antecesora modelo noventa y poco, y Caballito, Villa Urquiza y otros barrios son despojados de la fisonomía que se hizo tradicional e injertados con edificios todos iguales, ventanales, columnas, cámaras y guardias de seguridad, estacionamientos cuya chicharra compite con la del garaje de al lado, balcones aterrazados, ladrillo a la vista, madera, espejo y grasa…
Lo que hasta hace poco salpicaba la imagen de esos barrios y le daba un toque más, ahora va por la homogeneidad, borrando cada vestigio, cada recuerdo del barrio, tornándolo doblemente irreconocible: irreconocible porque en él no queda nada del pasado cercano, e irreconocible porque no puede distinguírselo de otro barrio.
Sin embargo, en Achával y Bilbao descubro un jazmín en flor y en perfume en abril; y en Puan persisten la casona que recordaba y su floripondio, más rosa y menos amarillo que en mi memoria, ahora al lado de un edificio nuevo cuya medianera cae en picada, vertical y gris, junto a las plantas.
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