En París se acaba de inaugurar el jardín este, que será más o menos lo que acá se llama plazoleta. En la ceremonia creo que estuvo el alcalde de esa ciudad, estuvo la Presidente, estuvieron madres, abuelas, hijos, nietos y demás exiliados, y allí se repitió la cantinela que ya conocemos.
Me llama la atención, sin embargo, que sean los franceses quienes recuerden a las madres y a las abuelas cuando fueron ellos los que les enseñaron a los militares argentinos a torturar y desaparecer a los hijos y nietos de aquellas.
En realidad, no me llama la atención una goma, y es mera y fácil retórica. Ellos juzgan con un doble estándar: juzgan en ausencia a los militares argentinos como Astiz y exculpan a sus torturadores, a los de Argelia, a los de Indochina, a los que les enseñaron a los argentinos.
Hace unos años –diez, más o menos– causaron cierto revuelo las memorias del general francés Paul Aussaresses, un octogenario veterano de la guerra de Argelia. Este militar tuerto reconoció que entonces la tortura fue generalizada: “La tortura es eficiente. La mayoría de las personas ceden y hablan. Después, la mayor parte de las veces, los matamos. No me arrepiento de nada. Seguí órdenes, y el ministro de Justicia de entonces, François Mitterand, estaba informado”.
Aussaresses admitió haber asesinado a 24 argelinos. Con todo, el militar no corrió el riesgo de ser juzgado: en 1968, Francia, que pide la extradición de Astiz, dictó una amnistía para todos los crímenes cometidos por sus tropas en Argelia.
Aquel ministro avalador de la tortura llegó a presidente de la república y fue un comprometido defensor de los derechos humanos (tanto como otro socialista, Felipe González, quien, a su vez, fue el ideólogo de los GAL). Y su esposa, Danielle Mitterand, vino varias veces a la Argentina a chuparles el pañuelo a las madres y las abuelas.
Y todos nosotros asistimos emocionados a las lecciones de derechos humanos que nos dan estos europeos, y nos enorgullecemos cuando honran a las dueñas de la plaza.
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