Cuando comenté con algunos amigos la situación de violencia familiar de la que era involuntaria testigo, una de ellos me comentó la existencia del 102, un número de teléfono gratuito que funciona en Capital durante las 24 horas para realizar denuncias anónimas sobre “casos de niños en riesgo frente a situaciones de violencia, abuso y abandono”.
Llamé un sábado, le conté resumidamente la situación a la chica que me atendió, tan amable como comprensiva, y, cuando yo esperaba que me ofreciera alguna solución, me dijo que ellos ¡¡no tomaban denuncias!!, sino que únicamente derivaban a los lugares que las reciben. Así, me preguntó en qué zona ocurría el hecho y me dijo que debía dirigirme a la Defensoría zonal de niñas, niños y adolescentes correspondiente a mi barrio, cuya dirección me dio.
Por último, me sugirió que en el caso de que las cosas pasaran de castaño a oscuro, llamara a la policía, ya que la mujer seguramente aflojaría con los gritos o los golpes cuando la ley le tocara el timbre y se identificara.
El lunes siguiente llamé a la defensoría en el pequeño horario de atención que tienen, y me atendió una mina con bastante poca onda; tras contarle un resumen de los hechos, me dijo que debía ir personalmente, que la denuncia era “confidencial” (es decir, no “anónima”), que necesitaban más datos y que llamara antes de ir, porque podía haber “jornadas” de no sé qué y, por consiguiente, no haber atención al público. Unos días después me hice un espacio para concurrir a la defensoría. Me atendió un chabón más consustanciado con la cosa, o más sensible; le conté qué era lo que me llevaba a hacer la denuncia, y el tipo fue anotando. Luego cayó la mina esta, la doctora no-sé-cuánto (abogada). Más o menos repetí la historia, me preguntó si esto ocurría en un inquilinato o vivienda similar: “No, en un departamento de clase media”, y después de unas pocas boludeces más, dijo que mi queja estaba vinculada con los gritos, y que por esos ruidos molestos ellos no podían hacer nada.
Le contesté, superando mi estupor, que si la mina insultaba y denigraba a la criatura en voz baja, o le pegaba sin que se oyera, el problema continuaba. Digamos, la defensoría está para defender, y evidentemente esa niña necesita que la defiendan…
Me preguntó si había testigos: “Sí, todos los vecinos que no sean sordos”, y seguramente no muy convencida volvió a recalcar que probablemente no pudieran hacer mucho.
Me dieron la citación (para la semana siguiente) y me pidieron que yo misma la dejara en el buzón del edificio (se ve que el GCBA está ahorrando, o que Yabrán y sus herederos no vieron este negocio…): eso hice, esperanzada en poder cambiar para bien un poco de la parte del mundo que más cerca tengo.
Mi amiga me contó que escuchó a su vecina quejarse en voz alta al notificarse y que esa noche hubo un silencio inaudito. Luego de una semana, todo volvió a la violenta normalidad; a los vecinos nadie los consultó, y la mina esta sigue gritándole y pegándole a la pequeña Victoria, que no tiene quién la defienda, mientras padece y llora, sometida a maltratos crecientes e indelebles.
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