Asistimos, inermes, a la invasión de lo público en lo privado, al entrometimiento del Estado –y los particulares– en nuestras vidas, filmados, espiados, controlados, hackeados…
Pero aun más atroz, ante todo por la poca conciencia que hay de ella, es la invasión de lo privado en lo público: estoy podrido de escuchar conversaciones ajenas por celular, harto de los ringtones “originales”; especialmente intolerante con los desconsiderados que ponen el celular como handy, de modo que se escucha lo que dice el otro (cuando salen al balcón a buscar mejor señal… uffff); impresionado por los que hablan solos por la calle, que no sé si son locos comunes o locos con bluetooth; hastiado de escuchar conversaciones y discusiones de vecinos, con las bolas llenas de los que me obligan a escuchar su música desde el departamento, desde el auto, desde el walkman/mp3.
¡Ni hablar de la caca de perro en todas las calles! ¡Ni hablar de los rottweilers sueltos, sin correa ni bozal! Como en el living de casa, pero en el medio de la calle. “No, si no hace nada”, dice el forro del dueño, y avanza ese dóberman inflado a anabólicos…
¿Será de dios que, como los nenes de 4 años, no registren que hay un mundo alrededor de ellos?
“Estoy en mi casa y hago lo que quiero”, dice. Pedazo de imbécil, tu “casa” es un departamento, está pared de por medio con el otro; es como si estuvieses en la habitación de al lado. Si vos podés poner la música a ese volumen, todos podemos poner la música a ese volumen. Y si todos ponemos la música a ese volumen, el edificio sale volando…
Harto de la polución sonora, insto a los ingenieros y desarrolladores de edificios de departamentos a que, en vez de dotar a sus nuevos proyectos de instalaciones y servicios que favorecen esta dilución, como el fucking SUM, la pileta o la parrilla –gracias, no uso–, se encaminen a asegurarle al morador el descanso y la tranquilidad que desea.
No me vendan verde, ni luz, ni categoría: ¡¡denme silencio!!
No sólo es el ruido; es la pérdida (o la carencia lisa y llana) de la noción de privacidad, que implica, a su vez, la idea de lo público; y la idea de lo que es privado, pero no mío, sino del otro. La famosa frase de que mi libertad termina donde empieza la de los demás…
Lo público, en lugar de ser tenido como lugar común, de intersección, es apropiado siguiendo una lógica –carcelaria, guerrillera o la que sea– que lleva (obliga) a ocupar los lugares que se ven como vacíos. ¡Pero no están vacíos! ¡Son de todos! O, mejor, son PARA todos. La vereda es para todos, aunque en ese momento no pase nadie.
Así, cada lugar público es visto como un espacio a ocupar con el interés privado: la playa; las plazas, con los recitales y las movidas culturales movidas por cuatro gatos locos, y la venta de chucherías de los artesanos; la vereda, para que cague el perro o pongan una garita “pagada por los vecinos”; los árboles, para que mee el perro o para poner las placas al pie, recordando a los “detenidos-desaparecidos”; las mesas de los bares; el mismísimo aire, contaminado, envenenado, o sacudido y estremecido por el botellero con megáfono, por el Pomelo que se gastó su módica fortuna en el equipo de audio del auto o por el vecino que pone la música a todo volumen, no para escuchar música él, sino para que todos nos enteremos de que escucha música/de qué música escucha. La música como bandera, los ringtones como banderas que se clavan en el aire, en mis tímpanos, conquistados por el invasor…
Y vos, Tati, y tu amiga Tota, y tu otro amigo, con los que hablaste durante todo el viaje en el 168, obligándome a escuchar tu baldía conversación con esas personas ¡a las que ibas a ver dentro de 20 minutos!, la concha de tu madre y la pelotuda que te educó.
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