Me bajo en Albarellos y Bolivia. Donde antes estaban los paredones de Grafa, se ven las rejas de Wal-Mart: de la fábrica al hipermercado, de la pesada estructura de la producción a la estética aséptica de la venta masiva y la comodidad del estacionamiento. (A unas cuadras, en avenida San Martín y General Paz, hubo una transformación similar: de la fábrica de General Motors a un hipermercado, pasando por una fábrica de cigarrillos).
Justo en diagonal está el restorán que salió en canal Gourmet, pintado de negro y verde, y ahora también con aerosol… Me encamino nuevamente hacia General Paz mientras busco un lugar reservado para echarme un meo. La ancha vereda, casi intransitada a esa hora de la tarde, ofrece un par de árboles, uno junto a un micro viejo. Al final, descargo sobre un paredón que no recordaba. Sí me acordaba del club 17 de Agosto, en cuya puerta juegan unos chicos antes de entrar o después de salir, y de las callecitas que dejan entrever los monobloques de General Paz y Constituyentes.
Por la doble entrada de los edificios de Albarellos se filtra la luz y me refresca la memoria de su recuerdo.
El disco ígneo (el sol, bah) se hunde redondo y pleno sobre la trinchera de la avenida, y sus rebotes repintan el puente. Doblo en una callecita de por ahí que termina contra el terraplén de las vías. Me llaman la atención algunas casas: una, con palmeras; dos, con jardines al frente y sin rejas, con sendos rosales solitarios. Una minita, que tal vez venga de cruzar el puente, pasa por la perpendicular. Pienso en seguirla, pero sería tan vano y absurdo como encararla. Pierdo la noción de las calles paralelas hasta que salgo a la avenida, junto al puente Del Fomentista. Vuelvo a ver a la mina, a lo lejos, por la perpendicular. Alguna casa tiene el nombre viejo en la plaquita con la numeración: avenida Robinson.
Retomo Albarellos sin cruzar. Hago memoria, pero no me recuerdo caminando por esa vereda en esa dirección; alguna vez lo habré hecho, pero, para volver, la mayor parte de las veces tomaba el tren hasta la estación o hasta Urquiza. Hay una inmobiliaria de barrio, una vieja hablando con otra en la puerta de la casa, algún maxikiosco, alguna impresión de abandono. Un ex empleado de Wal-Mart recuerda en malos términos a su antiguo empleador en unas hojas fotocopiadas y pegadas en las paredes y en las cajas de luz (¡guarda, que no te denuncien! :p).
Paso de nuevo por La Victoria, y vivo otra vez ese asombro curioso de ver lo que vi en la tele. Todos los colectivos cambiaron de color, salvo el 110, que ahora también va por Artigas. Agarro esta calle, agarrado a/por mis recuerdos, y paso por el centro comercial del barrio, de esa parte del barrio tal vez, de lo que para mí es el barrio. Un par de negocios de ropa femenina repiten la ropa color morado, un par de edificios en construcción reproducen en módica escala la avalancha de Villa Urquiza. Ahí está la plaza, conocida desde el bondi; cruzando, por Cochrane, hay una heladería pequeña –creo que se llama Julio– y una familia en las familiares sillas de la vereda. Llego al lugar que más recordaba de Artigas, la heladería de Obispo San Alberto, que sigue estando: se llama Venecia. Ahora el 127 para antes de doblar, y no, como entonces, en el primer árbol después de girar a la izquierda.
Mi estado físico me permite encarar el bonus track del trayecto. Voy a reencontrarme con otro paisaje que llevo 16 años sin ver, la (remodelada) estación Urquiza. Cruzo rápido porque subió la barrera y los autos aprovechan que Artigas está recién asfaltada. Comienzo a caminar por veredas que nunca caminé y llego a destino más tarde que la noche.
La única prueba de que no lo soñé está en la alcancía del bondi.
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