Nuevamente, mis vecinos han roto el ritmo de mi sueño. Mi cuerpo genera tanta adrenalina para vencer el cansancio producto del mal dormir que cuando hay calma no logra bajar, y sólo puede garpar la deuda del sueño con un pago mínimo en forma de siesta: duermo 3 ó 4 horas y me despierto en el medio de la noche, y, aunque hay silencio, no puedo dormir.
Doy vueltas para acá, doy vueltas para allá, gasto las sábanas y el colchón girando en vano. Fantaseo con mil formas de matarlos, se me ocurren veinte pelotudeces para escribir aquí, hasta que 3 ó 4 horas después, cerca de las 6, puedo dormirme, para recomenzar el círculo de las despertadas violentas y angustiosas un par de horas más tarde.
En el medio de la madrugada me apremia ver que el tiempo pasa, y la posibilidad del descanso se me escapa sin que pueda aprovecharla. Me obligo inútilmente a dormir, trato de pensar en nada, que no sé qué es, salvo una canción; trato de apagar los ruidos de mi cabeza y de concentrarme en los sonidos de la noche. El rumor de la ciudad es un fondo sobre el que resalta de vez en cuando un pelotudo con escape deportivo. Sopla el viento, y se mecen las plantas y la media sombra del vecino. Se oye una sirena; al rato, otra. Ahí para un bondi en el semáforo. Una sirena más, un rato después. Parece que hay muchas emergencias esta noche.
En vez de contar ovejas, cuento los movimientos del minutero del despertador: cada ocho segundos rompe la suspensión del tiempo, y avanza. Recuerdo el recorrido del 127, me imagino manejándolo: nunca llego a Urquiza, pero no porque me duerma, sino porque no puedo mantener la concentración. La cabeza se me escapa en otra dirección. Vuelvo a contar: 45 avances son seis minutos, antes de eso tengo que dormirme.
De pronto, el teléfono de la vecina suena.
¿Estaba durmiendo o estaba despierto? No, no puedo haber estado pensando en Cormillot; tiene que haber sido un sueño, tengo que haber dormido. Bien.
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