Tres y pico de la tarde, La Rioja casi Belgrano. Camino metida en mi mundo, intersecándome apenas lo imprescindible con el exterior, hasta que mi sexto sentido me avisa que hay algo raro con ese auto que se detiene junto a la vereda por la que camino, la izquierda en el sentido del tránsito. Antes de girar la cabeza, el conductor, que trae la ventanilla baja, comienza con su burdo ritual de seducción. Realmente me pregunto si alguna vez alguien se habrá levantado a una mina procediendo así. “Hola, ¿estás solita?”. “Mmmm, ¡qué linda que sos!”. “Decime algo, dale, no seas mala”.
Evidentemente, no me confundió con una trabajadora sexual de las varias que suelen parar por esa zona, en general de Belgrano hacia la plaza y hacia Jujuy. Aparecen más tarde, cerca del anochecer, y, si bien no se visten provocativamente, puede distinguírselas porque están paradas en un lugar y no caminando, como yo.
Resoplo, prefiero la indiferencia y cruzo la calle a mitad de cuadra, delante del Duna cremita detenido, o casi, aprovechando que el semáforo de Venezuela está en rojo, y me acerco a Belgrano por la vereda opuesta. Unos metros más adelante veo la sombra de un auto que se detiene a mi altura, antes de las paradas de los colectivos. Me fijo en el reflejo de una vidriera y, sí, el señor del Duna ahora estaciona junto a la vereda derecha. Apuro el paso y en la próxima vidriera veo que se baja del auto y comienza a caminar detrás de mí.
¡Ay, caramba! ¿Hasta cuándo hacerse la boluda, cuándo hacer un escándalo? ¿Y qué tipo de escándalo? Antes de darme una respuesta, mi cabeza me representa una instalación policial que hay a una cuadra, en la esquina de Urquiza. A paso firme, con la adrenalina latiéndome en las sienes, vuelvo a cruzar y tomo esa dirección. En la vidriera de la farmacia de la esquina veo que el tipo no me sigue, sino que entra en la agencia de lotería de la esquina de enfrente.
Resoplo una vez más, cruzo Belgrano por cualquier lado y, mirando de reojo todo el tiempo, retomo mi camino por La Rioja.
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