domingo, 14 de septiembre de 2008

Baldazos de angustia (II)

Venía medio fatigado por la caminata, y al cansancio se le sumaba cierta inseguridad porque era la primera vez en mucho tiempo que iba a un lugar tan lejano que me obligaba a ir y volver en colectivo; y, encima, sin otro fin que el de dar una vuelta por ahí, gareteando por el pasado.
Preocupado por eso, maldije cuando el semáforo de Olazábal cortó el ritmo de mis pasos. De reojo vi un kiosco en la esquina, y desde el exhibidor me tentaron las papas fritas. Al fin, el largo y rezagado camión me dejó cruzar, y la tentación se repitió al pasar por una panadería pequeña, nueva y sin destino de tradición.
Doblé en la esquina, como había previsto en mi hoja de ruta mental, y caminé en sentido opuesto al de la última vez. Reconocí algunos lugares: el vivero, enfrente; una casona, sobreviviente del boom inmobiliario. Todos los edificios son tan nuevos e iguales que no estoy seguro de que sea el mismo, pero es probable que sí, que esa baranda en la entrada fuera la misma en la que esa niña liberada de la mano de su madre hizo unas piruetas tras llegar a ella corriendo, para luego retomar la seguridad materna, sonriente.
Justo allí me ahogué de angustia, se me amontonó toda entre la garganta y la frente, se desmoronó sobre mi coronilla, me hizo vacilar y apenas si se me salió por los ojos. La obnubilación hizo que me olvidara por completo del árbol aquel, mezcla de pino y eucalipto, cuyas fragantes hojas puntiagudas recogimos de una rama recién podada que yacía en la vereda.
Llegando a Barzana me despejo un poco y cruzo hasta el bulevar para tener un mejor campo visual y, si es el caso, poder evitar a quien no quiero ver porque no tengo ganas de tratar de explicar lo que ni en este post puedo explicar: qué hago ahí, qué fui a hacer ahí (¿representar que estoy en el mismo lugar de la última vez que estuve allí estando allí físicamente?). La casa de la esquina está oscura, ahora dobla un 112. Seguro de no encontrar conocidos, sigo hasta la próxima calle, más aliviado, pasado el chubasco de mis neurotransmisores, y agarro Altolaguirre. Los edificios, enormes, nuevos y fastuosos, me hacen confundirla con Coronel Díaz, con Pedro Goyena o con Teodoro García. Le pregunto la hora a un tipo para setearme en función “realidad”, doblo por Olazábal y me voy a tomar el bondi.
Desde esa noche, el sol siguió corriéndose hacia el norte, hasta el extremo, y su eterna oscilación ya lo hizo pasar de nuevo por el mismo lugar. Eso debería angustiarme aún más, pero estoy tan cansado que ni fuerzas tengo.

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