El semáforo de Constitución detiene a dos colectivos de la línea 12. Los coches quedan a la misma altura ante la línea de “pare” que precede a la senda peatonal, tal vez para que los choferes intercambien algunas palabras.
El de la izquierda es nuevo, y su refulgencia ayuda a que parezca más grande; aún más grande que todos los bondis de la 12, que es una línea que prefiere los coches grandes.
Las luces del interior del colectivo y los leds rojos que indican el número de línea y los destinos resaltan especialmente en la parcial oscuridad de esa esquina, que solo tiene una luz cálida, la de la panadería. El edificio de Obras Sanitarias oscurece la cuadra junto con los árboles, una parte del colegio de enfrente y una casa que espera ser demolida. Cruzando, quema los ojos el blanco fluorescente que ilumina a salpicones el parque de esos edificios soviéticos que ocupan toda la manzana. Enfrente de ellos hay una vereda que quizá no tenga modificaciones desde los años 60.
Todo en él se ve tan moderno comparado con su compañero que quedó del lado de la parada. Este es un coche que no debe de tener más de seis años; sin embargo, el número de línea y los destinos están indicados de modo tradicional: una módica luz fluorescente ilumina el panel medio sucio. Y aunque la 12 tiene sus coches cuidados, el gris no reluce, la chapa parece ajada y las líneas de la carrocería pertenecen a otra época.
Habrá cinco o seis o siete años de diferencia entre ellos, casi una vida útil.
Pienso que es como ver una foto de hace seis años. No una vieja, en blanco y negro, o en tonos sepia. Una nuevita, de hace poco, pero irremediablemente vetusta.
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