En realidad, una, la izquierda, ya se me había roto hace como un año: se despegó la suela de la parte superior –que se llama pala– en la punta, unos cuantos centímetros (como si se hubiese despegado el chasis de la carrocería). Así que estuvieron stand by un tiempo largo, hasta que la semana pasada rescaté la derecha, también bastante baqueteada, y empecé a usarla con la izquierda de un par que tengo del mismo modelo, pero de otro color.
Primero compré las de otro color, blanco con azul y rojo, en junio de 2001: después de recorrer muchas tiendas, hallé el precio más bajo por San Cristóbal y elegí las Adidas de running más baratas, que costaban $ 57,80. El problema es que no eran 42, como pedí (seguramente no tenían ese modelo en ese número), sino 42 ½, y a veces las sentía medio grandes, y a veces me parecía que solo era sugestión.
Al año siguiente, el 20 de mayo, volví a esa casa de deportes (seguían con buenos precios) y me compré este par: ahora sí 42, blancas, con las tres tiras en un turquesa verdoso grisáceo. Devaluación de por medio, las garpé 87 mangos. Sin duda, eran más lindas que aquellas.
Las usé alternadamente junto con las mejores que compré en su momento, unas Response Cushion del 98 que aún obligo a caminar (salieron tan buenas que incluso recuerdo el nombre del modelo). El primer traspié lo sufrieron cuando la vecina conchuda del quinto piso arrojaba sus toallitas íntimas al patio. Yo a veces les prendía fuego, pero esa vez me zarpé con el alcohol, y casi hago un incendio. Terminé apagando el fuego a los pisotones, el pegamento de la toallita la adhirió a mi zapatilla mientras aún ardía, y se me quemó una parte de la que no es de cuero, a la altura del costado del dedo gordo.
Luego siguieron andando, unas y otras, hasta que se rompió la que comenté al principio. Para esa época, o un poco antes, también se había despegado en la punta la derecha de las tricolores, y la llevamos a la zapatería para que la peguen; todavía andan, aunque cada vez queda menos de aquel pegamento.
Estos días que anduve con una zapa de cada color, nadie lo notó. Al menos, nadie me lo hizo saber. Y el martes, tras una larga caminata, empecé a sentir que los dedos de mi pie presionaban demasiado contra la punta. Y algún movimiento, un pique, un freno, un pozo, el acto instintivo de despegar la planta de la suela, estirando los dedos, o encimando el gordo sobre su vecino para desapelmazarlos, empezó a permitir que el vientito entrara en mi pie derecho. ¿Me habrán crecido los pies? ¿Tendré el pie derecho más grande que el izquierdo?
Llegamos a casa de última: yo estaba exhausto tras la caminata, endrogado legalmente como estoy, y mi Adidas blanca apenas cubría la media. Entonces comprendí que ese fue su último paseo. Sus suelas se conservan bastante mejor que las de sus hermanas, pero llevarlas a arreglar no es negocio: por 160 mangos me compro unas Reebok nuevas, y listo.
Así que ¡adiós, mis zapas!
(Dentro de muy poco habrá una segunda versión de este post porque se me están por romper definitivamente esas tricolores. Pasa que me acompañaron mucho…).
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2 comentarios:
No sabe cómo l@ entiendo.
A mí el calzado, sea de la marca que sea, no me dura más de un año y medio, dos años con mucha furia.
Dura la vida del peatón.
lei todo...y me entretuve. Solo que hay un detalle: no se que decir. Quizas lo bueno (quizas) es que realmente imagine cada detalle de tu situacion tan comun pero poco considerada.
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