Arrugué el paquete de galletitas para dejar de ser invisible. Y funcionó.
La mujer –más bien pobre, en mi prejuicio– que en la calzada seguramente esperaba que del túnel saliera un colectivo giró la cabeza hacia la fuente del sonido.
Simulé no reparar en ella y arqueé marcadamente el torso para que viera que sólo buscaba ver si aparecía un auto; pero registré toda la escena con mi visión periférica.
Ahora supongo que era una mucama que había terminado su jornada. En la cuadra siguiente se me cruzó pensar a qué lugar de ese manchón oscuro y chato en el que estábamos iría. Conozco esa zona hasta unos límites que están muy cerca, pero teniendo en cuenta que llevaba cincuenta cuadras caminando, ninguno de los destinos del colectivo me parecía lejos.
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