Después de todas las zapatillas que se me rompieron este año, más las que están medio maltrechas, decidí comprarme unas con la esperanza de cortar la seguidilla de, con este, cuatro años seguidos gastando guita en eso.
La búsqueda inicial me llevó a varias casas de deportes, por varios barrios, y en todos lados hallé el mismo precio para el mismo modelo. En algún lugar encontré un modelo distinto, que en los otros no estaba, pero esa era la única diferencia.
En cuanto a marcas y precios, Nike no compro después de la garompa con la que me ensarté hace dos años. (¡Uy! ¡Las tengo puestas justo ahora! ¡Ah!, es que más o menos las emparché). La cosa, en última instancia, se definía entre Adidas y Reebok. Las Adidas de 190 mangos son feas; el resto, en general, son más lindas que las Reebok, con diseños más llamativos y colores más variados y atrayentes, y arrancan en 220. Pero ese diseño no es funcional, y no sujetan el pie como me gusta, tal vez porque la parte del costado es más corta que antes, o porque tiene menos agujeros para los cordones, lo que, justamente, está condicionado por el diseño.
Un solo lugar tenía las Reebok más baratas, de 165, y no eran muy lindas, onda llanta grasa brillosa. Las de 190 zafaban en cuanto a styling, pero carecían de colores atractivos: azul, celeste, gris, blanco, y nada más. Y suman la ventaja de tener una buena cantidad de agujeros y, por ende, la de sujetar bien el pie al atar los cordones.
Después, con la ñata contra las vidrieras, emprendí un sesudo análisis cuyo fin era descubrir cuál tenía mejor estructura, cuál podía contener mejor el pie sin vencerse, cuál tenía la cantidad de agujeros necesaria para atarlas y sentirlas cómodas, cuál tenía la punta mejor protegida, de modo que no se despegara como las anteriores. Finalmente, llegué a la conclusión de que las más lindas podían no tener el mejor chasis, y elegí otras del mismo precio.
Venía postergando la compra, y un día paso por la casa de deportes que está acá cerca, y las de 190 se habían ido a 200 en plena desaceleración de la economía. La uniformidad de los precios me hizo temer que en todos los lugares repitiesen la movida. Esa misma tarde, pese al cansancio, me fui hasta Once, y con alivio encontré un lugar donde aún estaban a 190, y en la cuadra siguiente, otro. Hice una cuadra más, ya por inercia, y no solo seguían a 190, sino que encontré las mismas que me compré el año pasado, al mismo precio del año pasado: 150 mangos. Habida cuenta de lo bien que salieron, la decisión se tomó en el acto: mañana vengo y las compro.
El mismo modelo en diferente color: todas blancas con unas líneas en azul. Apenas si me pruebo una; va bien. El tipo saca la otra de la vidriera y, como el año pasado, me dice que son las últimas que le quedan, que ya no vienen más. Le comento mi deseo de que salgan tan buenas como aquellas, y me dice que sí, que son buenas, y que “yo me acuerdo, te las vendí yo”.
Que yo me acuerde del lugar, bueno; que crea que el vendedor es el mismo, bue… Pero que él se acuerde de mí… Eso me alimentó la paranoia un poco.
Volviendo a las zapas, todavía no las exigí mucho, pero están lindas y confío en que se la banquen como sus hermanas.
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario