El primer año estuvimos en cursos distintos y solo nos cruzábamos en el corredor, donde torpemente simulábamos ignorarnos. Al rechazo mutuo contribuía sobre todo Radio Pasillo, en la que se empeñaban compañeros, docentes y directivos.
En segundo se unificaban los sobrevivientes de ambos primeros, y los dos grupos fueron, sin metáfora, como el agua y el aceite. Eso se observaba a simple vista en la forma en que nos habíamos ubicado en el aula: nosotros ocupábamos las tres filas de bancos dobles de adelante y el banco doble inmediatamente posterior en la fila del medio; ellos, el resto, en una suerte de semicírculo, atrás y a los costados. Yo me sentaba en una punta, adelante, y ella, en la otra, al fondo.
La división fue tajante hasta que, unos meses más tarde, una ruptura amorosa y la acumulación de sustancias en algunas narices dinamitó ese statu quo. El realineamiento que lideró la pequeña merquera psicópata fue sencillo: todos contra mí. No solo en nuestro curso, sino en todo el colegio, ya que en los primeros estaban varios de sus amigos, atraídos por su buena performance del año anterior, y en tercero, los novios que tuvo ese año. Entre nosotros le resultó fácil porque conseguía la adhesión de esas sanguijuelas con resúmenes para los exámenes.
La Colo no fue particularmente hostil en aquella época, quizá porque nuestra relación era inexistente, o porque la movida de la otra, con quien conservaba una pica extracolegial no sé por qué asunto, le parecía una boludez. Al tenerla como compañera noté que no se calentaba mucho, que solía estocar con comentarios irónicos y lapidarios, y su desapego respecto de ese lugar, radicalmente opuesto a mi obsesivo compromiso académico. Y que negociaba las faltas con el secretario: un mes nos dieron la planilla de asistencia y ella tenía, digamos, 70% en Lengua; faltó todas las clases de ese mes y en la siguiente planilla tenía… 70%.
El último año quedamos una docena, y en un aula muy pequeña. No recuerdo si fue entonces cuando empezamos a hablarnos, o si fue en segundo cuando la dejé pasar entrando al aula y mi respuesta a su agradecimiento fue del tipo: “No es cortesía, es para verte un poco”. “No hay mucho para mirar”, me siguió el juego desde su jean negro. Quizá había llegado a sus oídos mi comentario de que era la única persona de ese lugar a la que le envidiaba una parte de cerebro. Y era verdad: tenía una rapidez mental y una claridad que sigo sin tener, tanto como su manejo de la ironía y sus respuestas filosas. Como haya sido, la cosa es que podíamos dirigirnos la palabra.
Pasó tanto tiempo que los recuerdos pierden orden cronológico, pero todos están cerca de fin de año. La de Castellano mandó hacer un trabajo grupal y, consciente al fin de que mi relación con los demás era, en el mejor de los casos, distante, tuvo la delicadeza de preguntarme –delante de todos– con quién prefería compartir la tarea. “Con la Colo”, respondí. Después, como yo quería dejar de usar buzos, le ofrecí hacerle un práctico para esa materia a cambio de un pulóver negro con dos líneas blancas, finitas y verticales, que ella usaba, o de otro, violeta con cuello en V. Al final, me pagó con uno bastante baqueteado, que aún hoy uso cada invierno, y lo que le di no le sirvió.
La otra vez que nos sentamos juntos fue por casualidad en el aula de computación, y la música de fondo es “Miss you”, de los Stones. Entonces, por algún motivo que no registré, mencionó la dirección de su casa, y era la misma calle y número donde había vivido mi abuela, pero con un uno adelante. Una sola noche compartimos mesa en el bar: no sé cómo sucedió porque ella y sus amigos no eran habitués. Había otra gente, que no sobrevivió en la memoria, pero sí me acuerdo de que hablamos (mal) de la de Matemática. Creo que ahí me pidió que le grabara un casete, de esos que yo vendía a $ 2,50 con rocanrol y blues de mi fina discoteca.
Flasheo con ella objetando una parte del discurso que yo había escrito para el acto de fin de año: “No, parece que estuvimos sufriendo”, replicó, o algo así. “Y sí…”, le contesté. Igual, fue al pedo porque la directora no nos dejó leerlo.
La veo participando por única vez en clase, usando la palabra “tétrico” para referirse al “Nunca más” en la hora de Castellano; o hablando de Vágina 12 (¿todavía sigue saliendo ese diario?) o sobre dedos en el culo en la última clase de Historia (“todo bien, pero cortate las uñas”). Esa noche la impasible Colorada dijo: “Pensar que este es el último fin de semana”.
En primer año la directora no me había dejado ser abanderado por mi aspecto; en segundo, aprovechó que todos me odiaban y por primera vez se votó para elegirlo; en tercero, uno de los últimos días, a la salida, mientras estábamos en la vereda, surgió el tema, y la Colo propuso: “Lo votamos todos a él”. Fue en vano: había poca gente, su iniciativa no prendió y, llegado el momento, ni siquiera hubo votación. Quedamos los dos solos, y la inercia nos llevó caminando un par de cuadras, hasta la casa del novio que tuvo los tres años, un chabón al que siempre vi con saco y corbata.
Durante el acto nos sentamos juntos, y, sin haberlo planeado, no aplaudimos a la otra turra cuando entró con la bandera. Tampoco aplaudimos al servil compañero elegido por la directora que leyó el discurso escrito por esa bruja. Después deambulé, cerveza en mano, y habré hecho el ridículo tratando de comunicarme con gente que ya me había borrado de su vida.
Unos estaban con sus familias, otros se prometían amistades… Hay gente más capaz para sociabilizar en esas ocasiones, y también para obturar la tristeza. El bullicio era mucho y tapaba la música que llevé. Pese a eso, me di cuenta de que el sonidista había sacado mi casete. Me explicó, con mala cara, que era porque el lado A cerraba con “Los viejos vinagres”.
Finalmente, llegó la hora de irse. Unas palabras dichas a medias por un compañero, antes de frenarse y cambiar de tema, me revelaron que para más tarde habían organizado una celebración propia. No sé qué me causa más gracia, si imaginar a la organizadora bajándoles línea a los demás para mantener el secreto o a cualquiera ahí pensando que yo querría participar de su reunión.
Me despedí de algunos, entre ellos de la Colo. No me acuerdo de si fui especialmente a buscarla, si esperé a que se desprendiera del grupo que la contenía o si nos encontró el azar. Lo que tengo grabado a fuego es el recuerdo del abrazo que me dio, que nos dimos. Seguro que nos dijimos algo, pero la sensación fue tan intensa que no retuve en la memoria las palabras: apenas creo que me llamó “Negrito”.
No nos mentimos un “te llamo” o un “nos vemos”, y quizá eso haya sido lo mejor de todo. Pero ese abrazo no me lo olvido, aunque pasaron casi quince años. Y cada vez que ando por la cuadra donde vivía, pienso en ella y, como en un ritual, me surge la pregunta al llegar a Pavón: ¿dónde andará la Colo ahora?
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1 comentario:
20 años de ese abrazo.
Ahora que la encontré en FB, de todos modos no da escribirle y decirle algo.
Y creo que tampoco da hacer un post sobre eso. Bah, no me sale. No sabría qué decir, más allá de la enumeración de hechos.
Pero, al menos, rescatarlo acá.
Desoladores, o desolados, como esa vuelta a casa, caminando por unas calles aún mojadas de lluvia, la moneda de cinco que encontré y todo eso, han sido estos veinte años. Lejos quedó lo que aquel tiempo prometía, la gente de ese lugar, otros abrazos, todo quedó muy lejos.
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