Mientras almuerzo a la hora del desayuno, los títulos del noticiero de la tele me informan de que liberaron a C*rsi. La imagen lo muestra saliendo en auto de la dependencia policial, y la exclamación surge espontánea cuando veo quién está a su izquierda: “¡Esa es Silvia!”. Sigo el zapping, sin reponerme de la sorpresa, y en otro canal muestran sus imágenes del momento; y en otro, otras, tomadas más de cerca. Y sí, es Silvia. Vuelvo a verla. Escribo otra vez su nombre.
El tipo sonríe, saluda con la mano derecha (?) y su mano izquierda de (acusado de) corruptor de menores se apoya sobre el hombro izquierdo de ella, que mira hacia abajo, algo parecido a unas tarjetas que sostiene entre sus manos. El mismo peinado, el mismo tipo de camisola del mismo color, los mismos antebrazos regordetes y blancos, las mismas manos que buscaba para vivificarme con su energía.
Habida cuenta de cómo me echó de su vida, sin una palabra, sin una explicación, de un modo humillante y perverso, me pregunto si soy peor que un (acusado de) corruptor de menores. Si para ella soy peor que un (acusado de) corruptor de menores. Pero es una pregunta retórica: la respuesta está en su patología mental, es su enfermedad.
La pregunta siguiente, en cambio, no es retórica: ¿esa enfermedad será consecuencia de los avatares de su vida –narrados siempre de modo impreciso y fragmentado– o tendrá que ver con alguna clase de abuso que pudo haber sufrido?
Y hay otra más, que también es imposible de responder y que entreabre la puerta a lo siniestro. Es la que surge de hilvanar ahora, a la luz de estos hechos, dos recuerdos: el de la vez que, hablando de su primo, si es que en verdad es su primo, me dijo que ella era su ama de llaves, con lo cual obviamente sabía que el chabón era puto (no sé si sabía que le gustaban los adolescentes, si le gustaban en esa época, si le gustan, si la acusación podrá comprobarse… Igual, ya no era adolescente cuando fui al departamento de la calle Beruti, no según el documento al menos), y el de la noche en que, poco antes de sugerirme que lo visitara, me preguntó explícitamente por mi orientación sexual.
Así, lo que hasta hace unos meses yo contaba como una anécdota más (porque esa vez me preguntó si me gustaban los tipos, pero otra noche hablamos de que se decía que ella era torta), ahora puede interpretarse de otro modo. La verdad es que no creo. Pero que exista la posibilidad de otra interpretación, como existe, no deja de pasmarme.
Después encuentro la foto de los dos en la página de policiales del diario. Y casi todo el resto del día me queda lo que suele llamarse un mal sabor de boca, que no es sino una combinación de neurotransmisores que provoca dolor, pesar, aturdimiento y una sensación de descolocación.
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