En el suplemento económico de un diario de gran tirada hallo el nombre de un compañero del primario, jefe de marketing de una de las radios más escuchadas del país, que a su vez integra un enorme grupo multimediático. Lo googleo y no termino de descubrir si es él o un homónimo. En la búsqueda también encuentro a alguien con el nombre y el apellido de su hermano, autor de libros sobre “recursos humanos” y responsable de esa área en una conocidísima institución de su comunidad, y tampoco sé si es él u otro homónimo. Eran dos alumnos del montón, y si ellos llegaron tan alto, los tragas del grado deben estar laburando en la NASA.
Me vienen a la mente algunos nombres de esa época, y Google me lleva a una página sobre el colegio. De mi camada, como de todas, solo hay unos pocos egresados que se han puesto en contacto. Uno de ellos es manager de una exitosa cantante, y en su emotiva narración señala que aquellos fueron los 12 años más felices de su vida. Me alegro por él. Más aún teniendo en cuenta lo bien que parece haberle ido en la vida. (Quizá encontrara parte de su felicidad burlándose de sus compañeros: al escribir esto recuerdo cuando se rio de mis zapas rotas pero goleadoras delante de todos, en las últimas semanas de séptimo grado. A la clase siguiente de Educación Física fui con zapatillas nuevas, y, por supuesto, no hice goles).
Para mí, si no los peores, como dije siempre, fueron 8 años funestos, que reforzaron la mierda en la que estaba inmerso, donde no había un lugar para mirar y aprender a relacionarme con las personas de un modo natural, fluido y sano. Mi tiempo allí duró hasta que autoegresé tras el primer año del secundario, agobiado por la hostilidad del lugar, por la humillación permanente de los profesores y de cada vez más alumnos, por una pertenencia que para ellos era gran cosa, como suele creer uno cuando está en una historia así, y que me dejaba totalmente afuera.
En esos años felices, por cierto, varios alumnos fueron secuestrados-detenidos-desaparecidos, buchoneados por profesores; pero ellos eran del secundario, y nosotros, niños de primaria.
En la página piden que los ex alumnos mandemos anécdotas. Yo tengo algunas:
1. En un momento del acto de fin de curso de 7° grado, nos nombraban, uno a uno, y debíamos salir momentáneamente de la fila para pasar al frente del patio. Allí también se dirigían nuestros padres, y éramos fotografiados delante de un pizarrón que tendría algún mensaje alusivo. (La piel de mi madre, como la mía, tiene bastante más melanina que la de mi padre, que es muy blanca).
Días después fui al colegio, tal vez para hacer un trámite referido al ingreso a primer año, y delante de mí, y en voz deliberadamente alta, para que yo lo escuchara, la máxima autoridad de la primaria le dijo a su segundo: “Suerte que en la foto estaba el padre. Si no, no se los distinguía”. Y los dos festejaron la ocurrencia.
Claro, porque éramos negros, como un pizarrón…
2. Esto ocurrió en sexto grado. Formábamos la fila al finalizar la última hora, la hora de Francés. Probablemente yo estuviera charlando, o distraído de alguna forma, y la profesora, que me despreciaba y me tenía de punto, se acercó, me agarró literalmente de la oreja y me sacó de la fila de ese modo, acompañando su gesto con algunas palabras que no recuerdo, pero que buscaban avergonzarme aún más.
En esa época no era imaginable pegarles a los profesores. Esa señora se merecía, sin duda, una buena golpiza; en general siempre, y en particular esa vez.
3. En primer grado, cuando los niños de seis años que éramos estábamos los 40 ó 45 minutos de clase sentados, en silencio, y en los recreos no nos dejaban correr en los pasillos ni en los patios; en primer grado, digo, teníamos un maestro que a los alumnos indisciplinados, que conversaban o molestaban en clase, etc., los amenazaba con una jeringa, que en la memoria es enorme, diciéndonos que nos iba a dar la inyección. Recuerdo al tipo con la jeringa, que en la memoria tiene tonos naranjas, en la mano y a nosotros llorando aterrorizados, o viendo cómo lloraban los compañeros en desgracia.
Recuerdo tantos llantos, propios y ajenos, y habrá tantos otros que no recuerdo –y la verdad es que no tengo ganas de hacer memoria–… Siempre que los recuerdo, me surge un odio muy profundo y un deseo que sólo puedo poner en palabras de esta forma: habría que cobrarles cada llanto, y cada sufrimiento, y cada miedo, a esos soretes sádicos y siniestros.
4. Volví a tener a esa profesora de Francés en séptimo. Una clase me hace pasar al frente y escribir algo en el pizarrón. Escribo con mi cursiva de entonces, y parece que mi a minúscula era demasiado espiral. Al menos, más de lo que la impaciencia de esta señora podía soportar. Y me reprende por eso.
Evidentemente, no iba a poder cambiar mi caligrafía tan rápido como ella necesitaba, por lo que seguí escribiendo lo que había que escribir con la letra que tenía. Segundos después, escucho al curso reír sonoramente. Luego reconstruyo la situación en mi mente, y concluyo que la mina hizo algún tipo de gesto a mis espaldas.
El año siguiente cambié mi letra y empecé a escribir con mayúsculas de imprenta. De la relación temporal entre una cosa y la otra me di cuenta mucho más tarde.
5. El profesor de Historia de primer año tenía un modo de dar clase realmente sencillo: el tipo dictaba unas preguntas que debíamos responder, como tarea para el hogar, a partir de la lectura del libro de texto. Una vez que terminaba de dictar, tomaba lección oral: elegía a un alumno, al azar, el cual debía pasar al frente y responder su interrogatorio. Claro, éramos como 40, y al no seguir un orden, sino los dictados de su sed de humillación, uno podía estar seis meses sin dar la lección, siendo definitivamente invisible.
Algo de eso me ocurrió a mí: pasé al frente a fines de marzo, y después me desentendí de la materia, total no me va a llamar de nuevo, total falta que pasen decenas de pibes. Empezó la segunda ronda, y la adrenalina subía con las chances de pasar al frente de nuevo. Pero aún así no estaba dispuesto a dedicarle a ese lugar más horas de las que me obligaban a dedicarle: las horas de clase.
Hacia fin de año hubo una prueba, y, esas cosas del destino, sabía más preguntas del otro tema que del tema que me tocó: ahí comprendí que estaba en el horno y con guarniciones. (Recuerdo que conseguí que un compañero me prestara su carpeta, y estuve toda una tarde copiando y tratando de completar la mía).
Después, ya entre los últimos de la segunda vuelta, me tocó pasar al frente de nuevo. Creo que me preguntó por Aníbal, los elefantes, los cartagineses… Creo que puse a uno de los personajes en el bando equivocado. El tipo suspendió la sesión de tortura sin decirme siquiera si respondí bien o mal, si acerté o no. Me dijo: “Usted no se salva ni con un 10”, y me mandó a sentar.
Cuando estoy llegando, aturdido y cabizbajo, a mi banco del fondo, un miserable que tenía como compañero, seguramente Maison, me pone la pata y me voy de trompa al suelo. Él y su bandita contienen la risa, y el tipo pregunta qué pasó. Se mezclan los recuerdos, y no tengo ganas de desenredarlos, pero creo que ante la falta de respuesta se mandó una bravata de las suyas, con gritos y reconvenciones y amenazas. La piadosa memoria hace que el ensañamiento de esa larva solo sobreviva en una sensación borrosa de angustia que diluye los detalles tanto como los de cuando me hice pis, en segundo grado.
A lo mejor se las mando. Y a lo mejor les digo también lo que me parece esa “canción” que crearon y que se canta después del himno del colegio, según dicen, en la que se reivindican procedentes de un conventillo, cuando en realidad eran de clase media con pretensiones. Y cuán irónico me resulta que reivindiquen ese origen, pues en ese colegio fueron pioneros en poner seguridad privada por los robos de los okupas de la zona. O lo que me parece la mitología de ese colegio, que emula pobremente la del Buenos Aires.
Cada vez que paso por ahí, escupo la vereda, o hacia el interior, a través de las rejas. Y la primera vez que pasé con el secundario completo –completado, finalmente, varios años después–, una noche en la que seguramente venía de comprarme discos, hice apenas un corte de manga, pero lleno de odio y revancha. Y como el 25 a la tarde andaba cerca y tenía ganas de mear, aproveché la soledad del lugar, y la mugre, para evacuar mi vejiga contra esa puerta por la que salí tantas veces.
Desde que Telleldín quedó libre, bien pude haber cumplido mi fantasía inconfesable de pedirle que me arme una Trafic para estacionarla junto al colegio. Pero ya no deben de quedar profesores de esa época (excepto la ex sex symbol con vocación de bombero), ni tampoco compañeros, salvo uno que es preceptor, según me dijo Google. Además, de esas larvas que me cagaron buena parte de mi niñez me gustaría encargarme con mis propias manos. Me gustaría que tuvieran bien presente quién y por qué los odia, que vean que la mierda a la que maltrataban –sólo por hobby, sin rencor, lo cual es mucho peor– no es una mierda. No me convencieron de eso, ni me transformaron en eso. No lograron su cometido.
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3 comentarios:
El siniestro Google y el siniestro aburrimiento se confabulan para que busque y encuetre que el sorete que amenazaba con una jeringa a los niños de 6 años, llevaba años haciendo eso, y no sólo con una jeringa, sino con una tijera (¿qué pretendería cortarles a aquellos niños?) y con una pollera escocesa que usaba para amenazar a los niños con ponérselas y mandarlos a las escuela de niñas contigua.
Sin embargo, otro lo recuerdan por su hombría de bien (?) y uno afirma que puede leer porque el tipo este le enseñó de la A a la Z.
Bueno, tal vez yo no lo valore porque ya sabía leer y escribir...
O porque siempre supe distinguir a mierdas como él...
En el mismo suplemento económico encuentro una nota con foto a una persona cuyo nombre, más bien cuyo apellido (el nombre nunca lo supe), me suena mucho. Los años pasaron, y no estoy seguro de reconocerlo en la foto, aunque el cabello claro suma puntos para creer que es el mismo.
Lo googleo y sí, es el mismo hijo de puta que menciono acá arriba. La googleada me confirma lo que dice la nota: le fue bien en la vida, muy bien, éxito profesional, dinero, respeto, prestigio, crecimiento, suceso, logros...
En un libro de su autoría le agradece a esa mierda de colegio, que "lo formó en los valores humanos fundamentales". Valores tan loables como burlarse de los demás, humillarlos, hacerlos caer y reírse, celebrando esa desgracia ajena provocada por ellos mismos.
No voy a comprar más el diario los domingos..
PD personal: ¿dónde mierda se rompío?, ¿dónde mierda me rompí? ¿Por qué ellos sí y yo no?
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