La otra vez fui con un gato, y la mina me recibe, pasa al baño, vuelve, quedamos frente a frente para comenzar la acción, y ¡no me había pedido la plata! Entonces, no encuentro mejor forma de sacar el tema que diciéndole: “Tengo que pagarte, ¿no? O sea: esto no es gratis, ¿no? No es por amor…”. Ella festeja la ocurrencia con una sonrisa y un comentario risueño, y me cobra.
La última vez que fui al médico, su locuaz secretaria estaba hablando con una señora que había llevado a su hijo, de unos 10 años, y continuó la charla luego de hacerme pasar, utilizando algunas elipsis que no sé si buscaban dejarme a mí fuera de la conversa, o al niño. Después salió una vieja del consultorio, y le tuvo que pedir un remís. Al toque salió el clon del Chocho Llop que me atiende, pasó a otra habitación y la llamó. Estuvieron un rato allí, y no interrumpieron su actividad ni para atender el teléfono las dos o tres veces que sonó.
Al fin salen. Ella me da las llaves, me pide que abra cuando venga el remís, y se va al baño por unos cuantos minutos. Él vuelve al consultorio, y pasan la madre y su hijo. Hasta que la mina reapareció, tuve que abrirle no sólo a la vieja para que saliera cuando llegó el auto, sino también a una pareja que venía a atenderse, a la que recibí con una broma/advertencia: “Soy el recepcionista suplente. Ahora los atiende la chica”. Todos sonreímos, y supe que podían quedarse tranquilos y no preguntarse “¿adónde vinimos?” ni sospechar de la capacidad del médico que tiene un recepcionista que te recibe en bermudas, zapatillas y demás características de mi aspecto.
Cuando la mina reanudó su tarea, le tomó los datos al tipo este, que era un paciente nuevo, lo que le llevó más tiempo, un tiempo al que hay que sumar el que consume su verborragia. El tema es que todavía no me había cobrado: no había hecho referencia al dinero ni había dejado margen para que yo tomara la iniciativa al respecto.
Los minutos pasaban, y yo empecé a calcular que el final de la consulta maternoinfantil estaba cercano. Entonces, me incorporé en el sillón, preparándome casi como un atleta en los tacos de salida, y cuando encontré un hueco de silencio e inactividad, me mandé: me paro, me acerco a su escritorio y le digo las mismas palabras que a aquel toga. Es así, loco: si me festejás un chiste, lo voy a repetir hasta el cansancio, hasta el ridículo, sin reparar en lugar, interlocutor, momento. “Si funcionó una vez, tiene que funcionar siempre” parece ser el lema que me guía aun inconscientemente…
Al confirmar que no aumentó, comento, aliviado, que voy a poder ir al supermercado a comprar algo y conseguir monedas para tomarme el bondi de vuelta, porque el de ida me cobró más de lo pensado y no me alcanza para volver, salvo que camine hasta el cambio de sección, que no sé dónde es. Se suceden unos comentarios de circunstancias sobre la falta de monedas, y al toque sale la madre con su hijo, y la secretaria pasa al consultorio para anunciarme. Tarda unos segundos extra en los que le dice algo al médico con voz inaudible…
A la salida, vuelvo a desentonar: me agradece que haya fungido como recepcionista, y le digo: “No te cobré”, e insisto con el tema que es mi obsesión de ese momento: la falta de monedas. Parece que soy tan pesado que ella me ofrece unas monedas, y le digo que no, que gracias. “Bueno”, dice, como un perro maltratado, como no entendiendo mi rechazo a la solución que me presenta.
En la calle cuento las monedas que llevé en una bolsita a guisa de monedero, y sí o sí tengo que conseguir: 30 centavos si el bondi me cobra lo mismo que a la ida; 5 si cuesta lo que decía el diario. En la esquina de la avenida, un pequeño sol brillando en el desnivel de la estación de servicio me alerta sobre esa moneda de 5 que puede ser mi salvación.
La levanto y me voy a tomar el bondi, al menos para preguntarle al chofer cuánto cuesta el boleto. Llega, subo, le pregunto, y ¡me alcanza! Le digo que a la ida me cobraron más por un viaje más corto, y me dice que es así, que en ese caso era tarifa de provincia, pero como este viaje es a Capital, aunque sea más largo, cuesta menos.
Saco el boleto, viajo sentado todo el trayecto y tengo la hora entera de viaje para pensar que soy un animal, que tengo que decir lo estrictamente necesario, que para decir barbaridades tengo este lugar.
(Si vamos a hablar unlimitedly y nos chupa un huevo todo, adelante. Pero si nos quedamos pensando en la imagen que dejamos, si nos atormentamos módicamente con ella, no nos chupa un huevo. Tonces, templanza, es decir, moderación, sobriedad y continencia…
Una ocasión para hablar desprejuiciadamente era el otro día, con la minita esa cuya mirada se encontró con la mía cuando la miré, cerca de donde para el 32. No era gran cosa, aunque pelaba ombliguito y estaba arregladita, y seguramente no iba a dar bola, y un sinfín de peros más; pero si la miré, y después me quedé flasheando con cómo hubiera sido decirle algo, y con qué le hubiera dicho, algo tocó en mí.
El silencio de veces como esta no es compensado por la incontinencia verbal de la otra. Y la falta de repentización de veces como esta no es compensada con la ejecución de numeritos repetidos.
Sabelo).
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