Dos colibríes se posan sobre una rama seca del abedul, que aún sobrevive. No digo “reposan” porque su día recién ha comenzado. El mío, en cambio, está por terminar. Trato de agarrar la calma que me dejan los vecinos antes de levantarse y empezar a golpear el aire y sus pisos/mi techo. No puedo evitar la intranquilidad y la taquicardia, la ansiedad.
Antes, en verano me evadía del calor no con el aire acondicionado, ni yéndome de vacaciones, sino durmiendo desde las 6 o 7 de la mañana hasta la misma hora de la tarde. Y después daba la vuelta, levantándome cada vez más tarde, hasta que en un momento era temprano. Antes, más o menos era dueño de mi tiempo.
Ahora los vecinos nuevos todavía no se fueron de vacaciones y ya estoy sufriendo por lo que va a ser cuando vuelvan y, por no sé cuántos días, estén aquí no solo ellos, de vacaciones, sino los pequeños hijos del irascible y estentóreo basquetbolista fumador. Sé de sus vidas aunque no quiera porque se meten en mi casa, en mi sueño, en mi vigilia, en mis pulmones… Y me obligan a enterarme de casi cada cosa que hacen.
Ahora me atraviesa una sensación de angustia, de pérdida, de inquietud. Hasta mi pieza me es ajena. También mi tiempo, y mi descanso, que no ocurre cuando yo quiero, sino cuando los demás me dejan. Y se turnan para no dejarme: de las últimas treinta horas no hubiera podido dormir de un tirón más de cuatro y media. Además, el sueño tiene elementos y la dinámica de la vigilia; está traspasado por ella, y no puedo des-cansarme la cabeza ni, consiguientemente, el cuerpo.
Si los vecinos no están, la calma es incompleta porque todo el tiempo anticipo su retorno, porque en cualquier momento vuelven. Y si los escuché decir que vuelven a las 8, un rato antes el alma se me va al piso y el corazón se me acelera. Y aun en su ausencia el aire sigue vibrando en su frecuencia irritante, como vibra la campana después del golpe del badajo.
Si estoy despierto a la mañana, me como todo el calor, no da salir a la calle, y, encima, me va a faltar la madrugada. Si me despierto al mediodía, o a la tarde, me como todo el calor, no da salir a la calle, y, encima, habré dormido para el orto por todos los ruidos, gritos, peleas…
Si estoy despierto a la noche, la compu es una adicción fatal: abro decenas de posts que no logro terminar –o sea, quiero decir/me decenas de cosas que no logro decir/me–, y me pierdo la posibilidad de escuchar a los grillos interfiriendo el silencio (posibilidad que también me quitan mis incesantes pensamientos). Alargo la noche hasta el extremo, me aferro al Solitario Spider, o al común, y me acorto el día siguiente, excediendo el espacio que le dejan a mi reloj biológico.
Si me voy al cíber, ese sucedáneo de la vida dura hasta que los ojos se queman, el bolsillo duele o el tiempo vuela. Y salir de esa hipnosis, pisar la vereda, es una impactante antesala del retorno a la promiscuidad alienante que se me impone cotidianamente. (A veces, la compu pareciera un lugar donde por un rato encontramos algo; donde podemos construir algo, que está bien en ese ámbito y que no me interesa llevar a la interacción personal. Pero a veces no sale, tal vez cuando nadie escribe, no ya un comentario en este blog, sino cuando esa módica comunicación no fluye. Y, como con la comida u otras cosas del quehacer diario, si salta un ítem del schedule que ideamos, el resto se va a la mierda, y uno se empecina buscando algo que no va a encontrar, y el tiempo sigue malbaratándose).
Si me voy a la cocina, morfo hasta cadáveres, y engordo, y me cae mal, y me tiro pedos y tengo ataques de hipo y dolores en la bahía del esternón. Y bastante tengo con las drogas legales, y bastante me cuesta mantener mi estado de conciencia, como para insistir con las otras.
La única satisfacción sin contraindicaciones que me permite el agotamiento es la que tengo a la mano. Y estoy por días con una pendeja de un reality de MTV en la cabeza (Aja, de “Made”, una colorada re simpática, o Brianna, del programa donde los padres les presentan candidatos a sus hijos), ¡y no puedo enganchar las repeticiones! O tengo improbables fantasías de amamantamiento con S. Y las flasheo aun sin tocarme…
No hay un lugar sin calor, sin ruido, sin ellos, sin la persistente monotonía diaria: todos los días la voz de ese pendejo del orto como soundtrack, pasos y voces despertándome una decena de veces por día, y el botellero, o verdulero, voceando su actividad con un parlante que podría metérselo en el culo y hacerlo sonar tirándose pedos. Ya no recuerdo cómo era no escuchar la voz de ese pendejo enfermo, ni cómo era dormir más de cuatro horas seguidas, ni cómo era vivir sin estar cansado, sin que me golpeen a través del techo o sin estar pendiente de cuánto tiempo y silencio me van a dejar.
Los que están cerca no ayudan: no entienden nada, como nunca entendieron nada, y reducen todo a sus supersticiones (no, este no es el post que habla del frasquito con agua bendita en el freezer que tiene un papelito adentro y del platito con miel y papelitos con nombres en la heladera) o, para rescatar esa frase, dicen que conmigo “no se puede hablar”. Y los que están lejos no ven, no saben, y no se van a acercar si lo primero que muestro es esto.
Alguna vez, hace demasiados años, resumía mi vida en dos palabras: circularidad e inmovilidad. Ahora la inmovilidad podría reemplazarse por inquietud, pero esa imposibilidad de estar quieto no lleva a ningún lado. Doy todas estas vueltas por lugares conocidos, y reboto en todos ellos, en los físicos y mentales, para no hablar de reales e irreales. Los desconocidos tienen una lógica indescifrable, parecen extraterrestres.
En el patio me morfan los mosquitos y el abedul finalmente se secó.
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario