Palo iba a tocar todos los jueves de marzo en un boliche de San Telmo. Y yo tenía ganas de ir algún día.
El primer jueves me desperté cansadx, gracias a mis vecinos. Volviendo de la casa de mi viejo, esa tarde, me metí en el cyber, confirmé la data –lugar, fecha, hora, precio–, y preferí dejarlo para la próxima con la idea de sentirme mejor y disfrutarlo más.
Pese a que el segundo jueves dormí hasta tarde, igual me levanté cansadx, ya ni sé por qué. Tipo 7, después de almorzar, salí a dar una vuelta por acá para ver cómo me sentía, y si no tenía demasiada energía para caminar, menos iba a tenerla para estar en un recital. Al día siguiente me sentí re bien, el mejor día en mucho tiempo. A destiempo.
El tercer jueves ya andaba con dolor de garganta, y el comienzo del malestar me hizo postergarlo otra vez. Total, se me pasa en unos días, y la semana que viene voy a estar bien. En la mañana del cuarto jueves tenía los síntomas más incómodos por última vez, aunque esto no lo sabía. El resto del día traté de dormir, despertadx por la hora del antibiótico, o por los vecinos y sus peleas, hasta que llegó el momento de decidir qué hacía. Recién estaba levantándome, y los remedios y los microbios me habían dejado hechx mierda, cansadx y débil.
Así se me fueron los cuatro jueves de marzo. Así se fue marzo, el mes en el que confiaba que iba a sentirme mejor porque los vecinos iban a estar menos tiempo en casa. Estuvieron menos tiempo, es cierto, pero no me sirvió de mucho. Siguen pasando los días, sigue pasando la vida, y sigo ilusionándome con que mañana voy a estar mejor. Y sigo desilusionándome.
Y me rompe los huevos. Pasa el calor, se va el verano, se van todos los días lindos, se va otro año, que ya empezó, y seguimos sin poder hacer nada. Pasan las lunas, se inflan y desinflan, pasa una tarde de domingo, de cualquier día, y no puedo salir a caminar porque siempre estoy cansadx, o no me pude dormir rápido, y/o me levanté re tarde, más de lo que quisiera. O la chica de arriba corona el arduo traqueteo de la cama con dos módicos “ah”, pero aun así me interrumpe la siesta del domingo.
Y cada pequeño plan se frustra una y otra vez.
El chabón no iba a tocar la mayoría de los temas que me gustan (y, de todos modos, no quiero que se re-junte Cornelio), no iba a tocar “La primera línea” o “Fuego rojo”, ni todos los temas de Los Visitantes que me gustan, y seguramente iba a insistir con su viaje místico según el cual todos somos predicados.
No me iba a saber todos los temas, ni me iban a gustar todos, como si tocaran George Thorogood y los Destroyers o, sin ser caricaturas de sí mismos, lo que queda de los Doors o de Deep Purple. Pero tenía ganas de ir. Suponía que la iba a pasar bien, aunque no tuviera quien me acompañara, y daba gastar 20 mangos en eso.
En cambio, terminé gastando cuatro gambas y media en médicos y remedios, y, eso sí, caminando un cálido domingo a la tarde, a la hora del partido, después de mucho tiempo. Para ir al hospital.
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