El único dato preciso que recuerdo sobre esto es el nombre de la persona a la que se lo escuché: Alejandro Kaufman. El chabón hablaba de un texto de un escritor probablemente europeo, nacido seguramente en la época de entreguerras en una isla que quizá se ubicase en el Adriático.
El tipo este, no Kaufman, sino el otro, evocaba la vez en que arribó al puerto el barco que abastecía de provisiones a los lugareños con un elemento novedoso: el primer altavoz que llegaba a la isla.
Hasta ese momento, la voz era algo distribuido más o menos democráticamente. Había, como ahora, quienes tenían un vozarrón y quienes eran dueños de una vocecita agónica y extenuada. Otros –otras– habían sido condenados con la posesión de una voz chillona e irritante, y algunos laceraban el aire al hablar, y a la segunda inflexión descubrían su violencia contenida. Y seguro que siempre hubo una Karín para hacer flashear a alguien con cómo sonarían ciertas palabras en su voz. (Y seguro que siempre hubo alguien que pudo oírlas).
Pero todos estaban dentro de la escala humana.
(Los mudos, ¡qué sé yo! Forman parte de las anomalías genéticas, no sé, boludo… No me compliques el cuento).
Desde esa vez, alguien, el dueño del altavoz, estaría en condiciones de imponer su voz sobre la de los demás. E iba a hacerlo fuera de esa escala humana: no por ser un Esténtor moderno, sino por formar parte de las filas de la tecnología. Esa tecnología se ha perfeccionado, y las formas de poder y de exclusión resultantes de la posesión o no de una forma de altavoz son múltiples.
La que viene a cuento, la que me hace recordar esta historia, no es el debate sobre la Ley de Radiodifusión, sino la forma en que el botellero del orto con parlante me despierta cada mañana. El altavoz deforma sus palabras y las convierte en un mazacote ininteligible, pero capaz de traspasar mis tapones auditivos de silicona y, consiguientemente, de despertarme, esta vez un sábado a las 9 de la madrugada.
Vuelvo a recordarla un ratito después, cuando los graves del equipo de audio de la vecina hacen latir el aire, aun antes de que suene la orquesta que acompaña a Luis Miguel.
Y antes de dormirme, se me presenta de nuevo: cuando padezco otra forma de la antinaturalidad. Los vecinos del piso de arriba, y los del de más arriba, caminan con firmeza, y arrastran muebles, o se les caen cosas, y esos sonidos graves no solo traspasan los tapones, sino que retumban en mi cavidad craneana como si fuesen una trompada en la sien. Porque, no obstante su cotidianidad, ¡no es natural que alguien camine encima de nuestras cabezas!
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