Atravieso Baseland, y en una cuadra veo tres grupetes de personas, en otros tantos umbrales, anestesiadas y humeantes. Como si allí terminara la lobreguez, el panorama no es tan sombrío cruzando la calle.
De un garaje sale corriendo un niño pequeño, y su padre le dice que se detenga, que no corra. El chico, que está afianzando su autonomía motriz, no le da mucha bola, y continúa su carrera, liberado, por fin, del auto que los devuelve a casa el domingo a la noche.
El señor, grandote y de jogging, insiste, y su esposa, alta, fea y grasamente clasemediera para vestir, aparece en escena, saliendo del garaje una vez que ya lo crucé, y desde detrás de mí lo instiga: “No le digas ‘¿querés que te pegue?’. Pegale un chirlo”.
Hasta que escuché esa orden no había notado su presencia, y entonces fue cuando la encontré con la mirada, que buscaba descubrir a la bestia imperativa. Al volver la vista al frente, veo al grandote de jogging obedeciendo a su esposa. Lo agarra al nene, que queda de pie, con la cara a la altura de los muslos de su padre, y se inclina para pegarle una nalgada más simbólica que dolorosa.
El niño comienza a llorar intensamente. Se acuclilla y se niega a andar. De la nada, estos pelotudos crearon una situación de violencia, angustia y dolor. De lo normal, una oportunidad para ejercitar su poder patológico sobre un indefenso. Lo alzan para cruzar la calle, y otra vez llora y se empaca cuando lo depositan en la vereda. El padre le muestra un juguete, un camioncito, como una zanahoria a un burro. Tratan de caminar, tomándolo uno de cada mano, pero al final el sumiso golpeador lo vuelve a alzar y lo lleva a upa.
Ellos doblan en la esquina, rumbo a su depto, y yo sigo mi derrota exhausta y soñolienta hasta mi casa. Entonces me reconozco a favor de la pena de muerte. A pelotudos como estos habría que matarlos. Lisa y llanamente. Habría que erradicarlos de la faz de la Tierra. Sin más. Sin grandes operatorias que industrialicen la justicia. A mano limpia, con un adoquín, con un machete. O, mejor, a distancia, sin entrar en contacto, sin que se enteren. De un tiro por la espalda, con un láser que los pulverice.
Habría que matarlos por pelotudos, por imbéciles, por tener hijos para maltratarlos, para sumirlos en su mierda automotriz clasemediera sin ver que las criaturas tienen sus tiempos y sus necesidades, entre ellas correr. Y habría que matarlos por condenar a sus hijos a la pena de vida. No a cualquier vida, lo que ya sería un castigo funesto, sino a una vida con ellos, donde reproducirán su lógica y se transformarán en nuevos seres clasemedieros. A una vida donde la violencia, aunque sea simbólica, es no sólo una respuesta, sino la primera y casi automática respuesta. A una vida donde los objetos son los que dan satisfacción y calman la angustia, la pena y el dolor. A una vida donde los primeros productores de angustias y penas son los mismos padres.
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