Me entero por la tapa de un diario. Murió Klimovsky.
Yo cursé con él. Y lo que más recuerdo de sus teóricos, además de sus peroratas sobre el modelo nomológico deductivo, en las que glosaba su libro (o tal vez en el libro glosara sus clases…), es la peripecia que me implicaba llegar allí.
Salía de mi laburo a las 7. Y la clase empezaba a las 7. Cerraba, corría (es decir, corría) una cuadra y media, me tomaba un taxi, atravesábamos el tránsito de Congreso… Varias veces me bajé una o dos cuadras antes porque Marcelo T estaba saturada, y corriendo (es decir, corriendo) hacía más rápido que con el taxi. De paso, me evitaba la caída de dos o tres fichas.
Llegaba entre y cuarto e y veinte, subía la escalera corriendo (es decir, corriendo) y me sentaba en alguno de los escasos lugares libres, o incluso en el piso. Rápidamente, muchos alumnos –digamos que un 20%– se retiraban. Me llamaba mucho la atención que se fueran tan pronto… hasta que un día supe el porqué.
La semana previa al primer parcial, uno de sus adláteres dice en el otro teórico, el del sábado temprano, que los alumnos que tienen ausente en esas clases automáticamente van a final. Y nombra a unos cuantos, entre los cuales estoy yo. Me acerco, sorprendida y caliente como una pava, y le digo que no falté nunca.
El sujeto, profundamente soberbio y desconsiderado, cuyo nombre no recuerdo, es de esas personas que escupen cuando habla. Entre gotas de saliva me dice que ellos toman asistencia al comienzo de la clase. Le explico que llego tarde porque vengo de laburar, y elige mentirme para dar por terminado mi reclamo: “Nosotros no podemos tomar lista dos veces”. Como soy cagona, y pocas veces hago lo que pienso una y otra vez, como si sólo pensar en ello me aliviara, o me descomprimiera, no le tiro un pupitre por la cabeza, que es lo que corresponde.
Lamento no recordar el nombre del miserable en cuestión. En el libro, Klimovsky menciona a tres tipos como colaboradores: Carlos Alberto González, Juan Carlos Gavarotto y Ricardo Borello. Es casi seguro, entonces, que uno de ellos fuese aquel sorete. Y otro sería el que daba algunos teóricos de los sábados como si recién hubiese bajado de un ovni, totalmente descolgado, lejano y despreocupado por completo de establecer empatía con el alumno, o de generarle interés.
En esa cátedra todo era tan inconexo y deslavazado que era como cursar tres materias en una. La única que zafaba era María Martini, una de esas minas de las que uno no podría decir que es linda, y que, no obstante, es súper atractiva. Aunque fumara. Y aunque eso habilitara a los alumnos fumadores a acercarme al cáncer de pulmón.
Digo que zafaba, y tal vez el recuerdo de una clase amena esté construido por el recuerdo de su cuasi belleza. Lo que es seguro es que, ante nuestro desconcierto acerca de lo que iba a tomar el tipo de los sábados, le preguntamos a ella cómo era la mano. Y su respuesta nos alivió: “Eso se lo tiene que decir él”. Ah, bueno, nos lo va a decir. Nos va a hablar. Bien. Una buena noticia…
Y lo que dijo el amanuense aquel era falso. No sólo podían tomar lista al comienzo y al final, sino que sería deseable que lo hicieran para evitar el escape masivo que hacía que cada teórico concluyese con cerca de la mitad de los alumnos presentes. Sin embargo, el forro este, y toda esa cátedra, la cátedra de Klimovsky, como tantas otras, se cagaban en el esfuerzo del alumno. Formaban parte de ese tsunami expulsor que te arrastraba escaleras abajo, vestíbulo afuera, hasta la calzada de Marcelo T.
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario