Googleo a alguien, a la doctora R03: la encuentro en Facebook y tengo ganas de escribirle, de intentar la comunicación y decirle “estuvo bueno lo que hiciste, ayudó, me hizo sentir mejor”. O, más asépticamente, crear un usuario falso y avisarle: “En este blog hablan –bien– de vos”.
Lo más probable es que le chupe un huevo. Además, yo no soy quien escribe: esto es todo ficción, una ficción mosaica creada por un personaje multicefálico, y explicarle eso sería un engorro. O que lea ciertas cosas… No tengo ganas de exponerme ante quien no soy anónimx. Va contra la ideología de este blog. Y hace chirriar mi vergüenza.
Busco a otra persona, de nombre más común. Encuentro a alguien cuya foto, por lo lejano de la toma y por los anteojos oscuros que tiene, no me permite identificarla. ¿Le escribo y le pregunto si es ella? ¿Le escribo o no le escribo? ¿Si no es? ¿Y si es? ¿Qué le digo? ¿Le digo quién soy? ¿Y si no se acuerda de mí? ¿Y si no tiene el recuerdo que yo tengo de ella? ¿Si aquel momento de empatía que para mí es un hito para ella no es ni un recuerdo?
Mejor no.
Me resulta incómodo y hasta urticante meterme en la vida ajena, caer de golpe, de la nada. Aunque hayan abierto la puerta del Facebook. Porque se supone que esperás que te encuentre un compañero de colegio, un amigo de la infancia, y no alguien tan descolgado. Porque ya lo hice, sin tecnología, y fui molesto siempre. Y fue un bajón. Un dolor.
Además, la palabra “amigo” me distancia. No quiero ofrecerme como amigo. Quiero establecer una comunicación, reeditar la empatía…
Y las imágenes de sus amigos me intimidan. Me hacen sentir afuera. No es entre ella y yo, como la conocí, sino con todos los demás.
No. Mejor no.
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