Carla Conte, sus tetas y su panza visitaban el programa de Rozín. Él, tan agudo como de costumbre, le preguntó qué característica de su marido/novio no quería que heredara su primogénita, y Carlita respondió al instante: “¡¡Ese bipolar de mierda!!”. Antes de que el conductor dijera algo, suavizó: “Pero lo amo con todo mi corazón”, y agregó que seguramente no lo querría si él no fuese así; pero que en un momento está allá arriba, muy demostrativo y amoroso, y al rato, de pésimo humor, intratable.
La escucho y me acuerdo de algo que ya sé: no importa que uno sea el mejor que pueda ser porque siempre hay otro mejor que uno. Pero, en realidad, se trata de otra cosa, de algo que pertenece a otra dimensión, y que lo tenés o no. La terminología del blues lo llama “mojo”.
Ellas pueden reconocerlo. Lo saben, lo intuyen. Y entonces vienen preacabadas.
Después, el chabón hace lo suyo, y acaban como una catarata (y van a contárselo a su mejor amiga). Esos orgasmos no son producto exclusivo del garche: comenzaron antes, con la mirada, con la presencia del tipo; cuando se subyugó y vio en él al macho hipervital y poderoso que encastra con la imagen mental que tiene, o que la eleva a un nivel superior.
No estoy adentro de Carla (¡ya lo querría!), no sé qué le pasa con su novio, ni tampoco sé a qué llama amor. Así que no sé si es su caso; pero hay –mucha– gente que confunde buena cama con amor. Y eso le compensa todas las cosas insoportables del otro. Viene un tipo, te coge bien; viene una mina, te entrega el orto, y te enamorás. Hay piel y creés que es otra cosa. Más grosa según sus valores. Tomatelas.
Igual, todo bien con eso si podés reconocerlo. Es mejor que engancharte con un re buen pibe, con alguien que haya podido construir el chamuyo y la cáscara que lo lleva, más o menos arduamente, al fuego, pero que nunca va a poder hacerte acabar como una perra en celo. Es mejor que estar con una mina que no puede competir con Manuela. Es mejor que tener que coger con alguien que no puede hacerte olvidar que te estás perdiendo algo.
Es mucho mejor que encontrarse con el personaje de la canción de Lily Allen, que la trata bien, le dice que la quiere, se preocupa por ella, la hace sentir bien –y ella sabe que no conoció a otro chabón así, que los demás parecen unos boludos comparados con él–, pero que no dura nada en la cama…
Algunos, sin embargo, creen que a partir de ese buen sexo, de ese presunto amor, pueden construir una historia (familia, lo llamarán ellos), irse a vivir juntos, tener hijos, bancarse a los hijos del matrimonio anterior…
Todo porque su pija te ensancha la conchita hasta que no queden pliegues, idiota, todo porque hace tope un milímetro antes de que te duela. Y eso te lleva a suspender el casting que hacés para encontrar al coprotagonista del guion que ya aceptaste para tu vida (lo que llamás “proyectos”), y te empecinás en que sea él.
A menudo tengo que oír las discusiones de algunos que viven en esa confusión, el vozarrón casi cuarentón con inflexiones adolescentes de él, la voz chillona y quejosa de ella, y, un rato después, el rítmico zarandeo de la cama sobre mi cabeza, que anuncia la nueva reconciliación. Porque es así: toda diferencia se salda entre las sábanas. Hasta la próxima, inminente, diferencia.
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