M. está entrando al departamento cuando yo abro la puerta del edificio. El chirrido hace que se dé vuelta y me vea. Entonces, deja la puerta abierta.
Rápidamente llega un estupefaciente tsunami de aire desde el fondo del jardín. Los floripondios revientan esta noche, y por el palier avanza y avasalla su profundo olor, que me obnubila como si estuviera respirando dentro de la campana de la flor, como si estuviese todx yo dentro de una flor.
La brisa tibia trae también el contrapunto poderoso de dos grillos que no necesitan un Marshall de 100 para hacerse oír a una treintena de metros. El motor de la bomba descansa, no pasa ningún auto, y el cri cri llega nítido y cercano hasta mis oídos…
La módica expresión citadina de la naturaleza con la que crecí se revela incontenible. Invade la casa, sale de ella y alcanza la puerta de entrada. Y seguro que llega a la calle, que si alguien pasa por la vereda huele el perfume, oye a los grillos.
Y aunque todavía no me mudé, extraño anticipadamente mi casa.
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