lunes, 12 de julio de 2010

Sildenafil

Las tres veces que compré sildenafil fue en una farmacia y con receta. Las dos primeras, cuando tenía prepaga, me las prescribió el urólogo. Después, ese lugar se desintegró, y me quedé sin médico, sin recetas, sin pastillas…
Al tiempo, fui a un hospital público, al servicio de psicopatología, por otro tema, y la mina de la segunda entrevista de admisión me derivó al psiquiatra. Un mes tardaron en darme turno… Cuando llegó el día, hablamos, me dijo que lo mío era normal, y no me medicó.
Supongo que me habrá preguntado si tomaba algo porque pude meter el aviso de que tomaba sildenafil y se me había acabado. Supongo que encontré algo de margen para quejarme por que en la farmacia donde había consultado me dijeron que sin receta tal vez pudieran venderme uno. “Si tengo acidez y voy a comprar Mylanta, que también se vende con receta, no me dan una cucharada: me dan el frasco entero”, le dije. Después supe de la diferencia entre “venta bajo receta”, que es el caso de ese antiácido, y “venta bajo receta archivada”; pero el Optamox también se vende con receta archivada, y el año pasado lo compré sin problemas: el médico de la guardia del hospital público no me hizo dos recetas, y el empleado de la farmacia no me las pidió.
La cosa es que el psiquiatra se copó, y me hizo la receta. Me dijo algo así como que en eso me podía ayudar, y lo hizo. Tratamiento prolongado, le puso. Muy bien. Después se reveló un boludo, pero ese fue otro post.
Hace unos meses fui a otro hospital público a consultar por mi salud mental. En la entrevista con la psicóloga, sale el tema del garche, seguramente a cuento de su pregunta sobre si tengo pareja, y comento que tomo sildenafil, que se me acabó, que sin duda ayuda. Lo menciono un par de veces, o dos… En una de esas repeticiones la mina dice que eso revela algo, que “hay que ver qué quiere decir eso” o “por qué (me) pasa eso”.
No recuerdo sus palabras exactas, y es algo que me pasa a menudo. No retengo las palabras que me dicen, sino lo que significan para mí. Y para mí sus palabras significaron que no iba a tirar una onda con eso. Tal vez sólo haya dicho “neeeeeeeeext!”.
Termino con la psicóloga, y me transfiere a la psiquiatra. De nuevo, y más ahora, que estoy ante la mina que puede recetar, menciono el asunto del sildenafil, supongo que, como la otra vez, a partir de una pregunta del tipo “¿tomás algo?”. Me parece muy desubicado pedirle explícitamente que me haga una receta, pero lo menciono: en parte por tirarme el lance, en parte porque considero que viene a cuento. Y ella, otra mina, no se hace cargo.
Minutos después, me da carbamazepina. No me dice qué es ni para qué me la prescribe, ni por qué, ni me habla de sus contraindicaciones. Sólo me da el papelito para que vaya a la farmacia de ese hospital público, y vea, en la cola, lo que no soy, lo que quieren que sea, parece. Lo que no voy a ser.
En un caso “hay que ver qué quiere decir eso”, o lo que haya dicho; pero la solución que traen las drogas no se considera, y me quedo sin la posibilidad de coger con seguro. En el otro, lo primero a lo que recurre la mina es una droga. Una droga dura, de la cual promete más dosis si con 200 miligramos diarios no alcanza. Ahí no hay nada que ver, ni que evaluar, ni dudas acerca de la conveniencia de la medicación automática.
Me molesta tanto el control del garche. Y me molesta mucho más el ejercicio del poder que cualquiera hace en este terreno. Esas profesionales ejercen su poder sobre mi sexualidad, como el empleado (encargado, dueño, lo que sea) de la farmacia. Quien estableció la venta bajo receta archivada, pese a que en otros países se vende sin receta, ejercita su poder sobre la sexualidad de la mayoría de los hombres (¡y las mujeres!) argentinos sexualmente activos. Lxs profesionales que suelen ser consultados por los medios lo practican con palabras descalificadoras del tipo “muchos hombres lo toman por las dudas, y no porque lo necesiten”. ¡Ey!, lo necesito… por las dudas; justamente por las dudas, que son las que hacen que lo necesite. No dicen lo mismo cuando uno toma Hepatalgina, por las dudas, antes de ir a un asado o a un cumpleaños.
Y cualquier boludx con el que hablás, como no tiene un poder concreto del que hacer uso, despliega comentarios burlones o despreciativos cuando decís que lo tomás, como si consumirlo te disminuyese. Silvia Süller lo ejerce, desde su patético lugar de (ex) sex symbol que detesta el sexo, lamentando el descubrimiento de la droga porque “los tipos no terminan más”. Y la esposa del vecino, que sí tiene un poder tangible sobre él, lo empleará desacreditando de alguna forma a quienes la toman, temerosa de que la deje, la cuernee, lo que sea, porque el tipo se clava un Magnum, seguro que a escondidas, y tira el blíster vacío por el balcón para que ella no se entere.
Todos ellos, cada uno desde su lugar, son agentes autónomos de una ideología dominante que los trasciende, a la que reproducen y consolidan, y que en lo profundo, más allá de cualquier discurso seudo liberado, sigue condenando el placer. Lo condena y busca impedirlo, y para ello cuenta con quienes, espontáneamente o no, revelan su voluntad de que el otro no goce.
Pero, de todas las cosas que me molestan respecto de este tema, la que más me fastidia tiene que ver conmigo. Es la percepción de una falta de voluntad profunda para determinarme a conseguirlo aunque en 15 farmacias me digan que no lo venden sin receta.
Cuando eso pase, lo compraré donde sea, sea lo que sea, y tal vez funcione como placebo. Igual, si es trucho me voy a dar cuenta. Y no por la duración o consistencia de la erección. Si no se me enrojecen los labios, es que no pega.

1 comentario:

Anónimo dijo...

“La gente, al hablar de sexo, se vuelve idiota. Tal vez siempre lo ha sido, pero el sexo la vuelve aun más idiota se limita a balbucear ideas preconcebidas cuyo fondo en nada difiere del antiguo Dios, Rey y Patria, que, como todo el mundo sospecha (pero se lo calla), significa Miedo, Amo y Jaula”.