viernes, 3 de diciembre de 2010

Post largo

Este post va a ser largo. Lo decido ahora, que tengo el vino en la sangre y su ausencia en la panza. Faltaron una copa y dos quesitos más. Queso graso, para que haga base. Lo decido ahora, que cruzo Callao por Santa Fe y me acuerdo de un par de veces que pasamos por acá con mi viejo cuando me llevó a cenar a Rodizio. Eso fue en el tiempo en que volví a verlo y empecé a trabajar con él. Era una salida de casi todos los sábados, y para mí formaba parte del trabajo: de lunes a viernes de 14 a 19 y los sábados de 20 a 23. Me acuerdo sobre todo de esos silencios interminables que se hacían y que no me salía romper. Trabajo a reglamento.
Había una disquería en la explanada del restorán y otra, en cuya vidriera resaltaba un compact doble de Exploited, sobre Callao, en la vereda oeste. Y en la esquina de Riobamba, el bar. Ahí me acuerdo más. No sé si alguna vez fuimos, o si quiso ir y estaba lleno. Me acordé la otra vez que pasé por ahí. Me acuerdo más porque hoy al mediodía la médica me dijo que había que pegarle un tiro en la cabeza.
Va a ser largo porque hoy me pasaron varias cosas y no tengo a quién contárselas. Porque se me escapan las palabras y hablo solo por la calle, por la avenida Santa Fe, donde pasa gente. Pero no me importa demasiado: si veo a alguien cerca, me llevo una mano al oído y simulo ajustar un auricular, como si estuviera hablando por teléfono. No tengo ganas de caretearla: si tomé, quiero dejar fluir esa sensación antes de que el nivel de alcohol se diluya. Máxime porque el vino era gratis.
En la otra esquina hay una vinería. Hace un par de años tenían en la vidriera un Catena Zapata del 98 a 700 mangos. Hoy busco vinos así de caros, pero no hay. En cambio, veo una botella chiquita, de medio litro, de un vino barato: 6 pesos. Lo que necesitaba. “Si me la destapás, la llevo. Si no, no me sirve”, imagino el diálogo con el vendedor. Pero son más de las 10 y está cerrado.
La semana pasada me entregaron el carné del programa de salud del GCBA. Llamé al 147 para pedir turno, como me dijeron en el hospital, y me dieron para el lunes a las 11,30. ¡Eficiencia PRO! Me sonó raro lo del lunes porque el papel que me habían dado decía que la doctora atendía de martes a jueves, pero la sorpresa por la celeridad me dejó sin reacción: ni siquiera me rescaté de preguntar si ese día u otro había un turno un poco más tarde. Y en la encuesta que hay al final de la llamada le puse ochos y nueves a la atención, salvo al menú de opciones, que parece hecho para deficientes.
Esto va a ser largo y engorroso. Va a ser municipal. El lunes me levanto temprano, salgo tarde, llego corriendo a la parada del bondi y con puntualidad total arribo al consultorio. Conozco el lugar porque pasé muchas veces, así que no es un inconveniente que la chapita donde está el número de la calle brille por su ausencia. No sé si se cayó, si se la robaron o si alguien la hizo desaparecer para que no llegue alguna notificación judicial. Además, hay un cartel que dice “Consultorio del GCBA”…
Toco timbre, y nada. Toco de nuevo, y nada. Miro por la cerradura, y no se ve a nadie. Me inquieto. Vuelvo a tocar, toco otro timbre incluso. Y nada. Al rato me voy hasta la avenida a buscar un teléfono público para llamar al 147 y averiguar qué onda. Desde los teléfonos públicos el 147 es un “número prohibido”, según dice el display cuando marco. Se me ocurre llamar al 112 y preguntar cuál es el 0800 del Gobierno de la Ciudad; pero esa ocurrencia activa una conexión neuronal que me hace recordarlo: 0800-999-2727. Llamo, mientras me aturde el tránsito cada vez que abre el semáforo, soporto todas las aclaraciones, espero el menú, elijo las opciones, aguanto al borde de la puteada la nueva grabación que sale cuando apretás la opción “salud”, y cuando termina el speech… recomienza. Otra vez me habla de scoring, partidas de nacimiento, controladores y la pindonga. Cuando vuelve a terminar, no aparece un operador: recomienza la grabación del scoring…
Corto, llamo de nuevo, y no me puedo comunicar. No contesta. Línea muerta. Silencio. Así, tres o cuatro veces. Finalmente, engancha. Y se repite la sucesión de grabaciones. Entonces, vuelvo al consultorio, toco el timbre –varias veces–, golpeo la puerta porque no escucho sonar el timbre y pienso que quizá no funciona. Más silencio. Habrá paro, me digo. Capaz que no me enteré. Y me vuelvo a casa por otra avenida. Igual, cada vez que encuentro un público, llamo al 0800. Y hay silencio, o el teléfono directamente no anda, o se repite la historia de la grabación. A siete u ocho cuadras, a tres o cuatro teléfonos, decido volver al consultorio. Ya son como las 12.
Lo mismo. Salvo por un chabón de rastas que, llave en mano, me pide permiso. Me corro, el tipo entra, y antes de que cierre la puerta le pregunto si ahí es el consultorio, si sabe si están atendiendo. Me dice que el consultorio es ahí, pero que ni idea sobre si hay gente. Creo que toco de nuevo, espero a la señora que viene por la vereda con la esperanza de que sea ella la médica, la recepcionista, una paciente… Pero sigue de largo. Y yo me voy.
Llego a casa y llamo al 147. Y la grabación interminable del scoring y la concha de la lora. Dos horas después, me acuerdo, y lo intento de nuevo. ¡Y consigo! ¡Me atienden! En vez de elegir la opción “salud” elijo “quejas”, y me atiende María Trinidad (un nombre bien PRO). Le cuento todo, y me dice que no me puede tomar la queja por el plan de salud, y después de hacerme esperar en línea para consultar, agrega que debo dirigirme al hospital donde hice el trámite. Y me dice que lo del teléfono fue porque “las líneas estaban saturadas y había colas de llamadas y llamadas perdidas”, y que están tratando de habilitar el 147 para que uno se pueda comunicar desde los teléfonos públicos.
Síntesis: de todas las cosas por las que quería quejarme no me puedo quejar formalmente ni por una. Cero queja asentada. ¡Eficiencia PRO!
Encuentro el papel, llamo al consultorio, y me atiende una señora muy amable. Me dice que los lunes no atienden (¡como decía el papel!), que ella llegó a las doce y que llame a equis teléfono para que me den turno. Llamo a ese teléfono, pregunto por la persona cuyo nombre me dijo la señora, le cuento todo, un todo que cada vez es más largo, y me contesta que no sabe por qué me dijo que llamara allí, que la que tiene la agenda es la señora del consultorio, y que la llame de nuevo para pedir turno. Que lo único que ella puede hacer es pedirme disculpas en nombre del 147.
El turno es para el martes al mediodía. Dormí tres horas y me desvelé, y no me pude dormir más. Ya van cuatro o cinco días seguidos que no descanso, haya dormido poco, o un poco más, un poco que es insuficiente. “¿Qué hacés con tu tiempo libre?”, me preguntaban la semana pasada, y buscando la cita textual salta otro mail, de otra persona, que me decía: “Tenés mucho tiempo libre. Mucho tiempo para pensar y para tejer conjeturas, historias, motivos, borradores”. Suena a reconvención…
¿Saben qué hago? En general estoy en la cama, tratando de dormir, de dormirme pronto cuando me despierto. Apostando a pegar una siestita que me descanse, si no. Estoy con los tapones en los oídos, boca arriba (hoy no me compré ese disco porque quería el pirata, pero me faltaban dos pesos cincuenta) como una momia, contracturándome el cogote al no poder dormir de costado, soñando que escucho al vecino, despertándome y escuchando al vecino, teniendo pesadillas, siendo despertado por el otro vecino, echando del jardín al pájaro maniático que, me despierte desde las 5 a. m. o no, me enloquece con su canto repetitivo… Cuatro horas después me doy por vencido y me levanto. Ya está: voy sin dormir.
En la parada del bondi hay una chica morocha vestida de negro. Veo que está embarazada. También veo que viene el colectivo a mis espaldas, y troto un poquito para que no se me escape, hasta que noto que ella lo va a parar y retomo el paso. Cuando la tengo al lado reparo en el considerable escote de su vestido y en que tiene dos tetotas paradisíacas y las venas visibles en el pecho. Trato de rescatarme, de no mirar. Ni se me ocurre decirle algo. Y el bondi ya llegó, y ella sube, y yo atrás.
Se sienta en uno de los asientos que están detrás de la expendedora, mirando hacia el fondo. Yo quiero sentarme enfrente de ella, en el primer asiento de uno, pero está ocupado. Entonces elijo uno de los asientos de dos de la primera fila detrás de la puerta. Procuro no mirarla, pero ya sé que tiene acné, que sobre el vestido negro tiene un saquito negro, que tiene unas chatitas negras que se ajustan en el tobillo con algo parecido a una cinta o a un lazo del mismo material brilloso del zapato, que tiene una voz o una manera de hablar muy atractiva. Esto lo sé porque alguien había dejado un arito en la máquina, seguramente para que se trabara, y ella lo sacó y se lo dio al chofer explicándole lo que había encontrado.
Miro la nada, o le miro los pies, que asoman bajo el panel de plástico. Y de vez en cuando hago un paneo general. Voy previendo el momento en que mis ojos llegan a ella para mirarla plenamente ese segundo, para llenarme los ojos con ella como no puedo llenarme la boca. Te juro que quiero hacerlo de queruza, pero parece que no lo logro, porque se tapa el escote con el saquito. ¡Ey!, vos te creés que te miro las tetas, preciosa… Te estoy mirando la panza (también). La geometría perfecta de esa semiesfera vital coronada por un ombligo salido. El vestido la ciñe por completo, y es evidente que está en el punto justo. ¡No sabés cómo podría acariciártela y besártela! Hasta que la criatura se asome y pida basta. Y entonces te tocaría a vos.
Después habla por teléfono usando el microfonito ese que está en la parte donde se bifurcan los cables que van a cada auricular. Termina de hablar y se vuelve a cerrar el saquito y se lo abrocha con el micrófono. Todos mis rescates fueron en vano, tengo que aceptarlo… Le miro la panza perfecta. No sé si la miro. Quiero acordarme ahora de esa panza perfecta. El colectivo dobla, y tengo que bajarme. Me paro. No avanza porque el semáforo está en rojo y la calle está saturada de autos. En ese lapso me doy cuenta de que ella usa simultáneamente una falda corta y un escote pronunciado. Y de que el vestido se le sube al estar sentada y apenas le llega a la mitad del muslo. Ahora sí parece que disimulo más. O no le molesta que le mire las piernas. Porque no se las tapa.
Desde la vereda trato de mirarla por última vez. Y advierto que puedo caminar, que no tengo la pija dura como debería ante tanto estímulo. La única reacción física fue cuando la tuve al lado, cuando vi las venas en su pecho. Fue un segundo en el que me recorrió el cuerpo una sensación distinta que no alcanzó a consolidarse. La verdad, no sé si tengo un problema físico, si tengo un problema con el deseo, si mi pija se venció de tanto rebotar contra el pantalón; si por tanto estar en lugares donde no se puede, mi cabeza –la parte que da la orden– se declaró en rebeldía y no manda más señal. Creo que necesito que alguien como ella se agache, y me baje los lienzos, y me la agarre con las manos, y acerque su boca, y le diga explícitamente “sí”.
Llego, toco el timbre, y la persona que sale a abrir responde “soy yo” cuando le digo que tengo turno con la doctora. Traspongo la puerta, y descubro que es una casa chorizo. Cuando entro al departamento, noto que el living es la sala de espera y que la habitación es el consultorio. Eso es habitual. No lo es que la mina atienda con la puerta del consultorio abierta, y que yo, desde la sala de espera, me entere de que el señor al que está atendiendo tiene muchos, muchísimos gases. Porque lo dice ella, no porque se tire pedos.
Como no hay recepcionista, el teléfono suena y suena sin que nadie le dé pelota. La sala de espera está llena de afiches referidos al VIH. Incluso hay un dispénser con forros. Mato la breve espera llevándome uno y chusmeando la agenda: así me entero de que no hay otro paciente hasta las 13. Pero desde que entré al consultorio, a las doce y cuarto, hasta que salí pasaron doce minutos y medio. Por reloj. En ese lapso hubo dos interrupciones: cuando tocaron el timbre y salió a abrir la puerta (era un señor que tenía que esperar a la recepcionista) y cuando el desubicado ese preguntó en voz alta desde la sala de espera si faltaba mucho, si tenía tiempo para fumarse un pucho afuera.
Me hace pasar, y al sentarme veo que en la silla de al lado hay una cucaracha de unos dos o tres centímetros caminando por el respaldo. No digo nada, tal vez, de nuevo, por el asombro. Ella tampoco, seguramente porque está por tomarme los datos. Es correcta y amable, pero me atiende dentro de una línea de producción. Se nota desde el primer momento.
Me pregunta si tengo alguna enfermedad, si tomo alguna medicación, si fumo, y me larga un “contame qué anda pasando”. Ya había decidido no hablar de mis problemas con el sueño y todas sus consecuencias. Demasiado complejo. Además, subyace una dinámica de apuro, la que después de la segunda interrupción me hará decir: “Lo mío es una cosita más y ya me las tomo”.
Apunto a cosas que creo que pueden solucionarse sin mucha historia. Le digo que hace mucho que no voy al médico, y decide hacer un chequeo general: análisis y radiografía de tórax. Los análisis no me los voy a hacer. Porque no creo que vuelva a verla y porque hace tres meses me saqué sangre para mi cirugía dental, y estaban perfectos, lo que ella misma verifica cuando se los muestro. Aparte, me quedan tres sacadas de sangre en el otro hospital…
Le consulto cómo hacer para ir a un oculista, y me deriva al especialista en el hospital. Le hablo del problema que tengo en la muñeca desde el golpazo que me pegué el año pasado, cuando me caí. Ahora me molesta más, a veces casi me duele. Me dice que es una tendinitis, me hace la orden para una placa y me deriva al especialista en el hospital.
Encaro el tema central contando como reciente lo que me pasó hace años, cuando fui por primera vez al urólogo y me recetó sildenafil. Pero no hay receta esta vez: dice que por lo general el origen es psicológico y me deriva al especialista del hospital. Le digo más cosas, buscando que se dé cuenta de que el camino más corto hacia la solución es la pastillita azul, pero es en vano. “No pasa nada, sos un paciente joven”… Y explica que “los estudios sirven para que uno vea que está bien, que no hay ningún problema, que empiece a tener confianza en sí mismo y arranque de vuelta”. Cierra el tema desestimando de nuevo mis palabras, que intentan pintar una situación peor cada vez: “No pasa nada: sos joven, living la vida loca”.
Retomó la anamnesis preguntándome si mis padres tienen antecedentes de enfermedades. “Sí, mi viejo tiene una arritmia, pero es algo de los últimos años, tal vez por la edad. Y está anticoagulado, creo: no tenemos una gran relación…”.
Después me pregunta a qué me dedico, y con quién vivo.
–Vivo con mi madre todavía, lo cual es un tema.
–Ves que necesitás un psicólogo…
No es más que una forma de decir, veo, porque no me deriva al especialista del hospital. Da hablar un toque, y comento que no se divorciaron porque eso obligaba a poner blanco sobre negro los bienes y dividir por dos. De la manera que eligieron, mi viejo podía seguir disponiendo de las cosas –y dilapidándolas–, como lo hizo, a cambio de que ella cobre la pensión “cuando me muera”. “Y pasaron 25 años y no se murió el señor este”.
–¿Cuántos años tiene?
–El señor este tiene 89.
–Hay que pegarle un tiro en la cabeza. Ja, ja… 90 años, con una arritmia y no muere, es Highlander.
“Pensá en vos aparte de tu familia”, dice. Y agrega: “No sé cómo es la relación con tu mamá, pero con tu papá veo que no tenés ninguna relación, así que hacé de cuenta que nunca tuviste padre y que no lo conociste –no es fácil–, y que tu vida sos vos solo y depende de vos”.
Me asombra cómo puede interpretarse lo que digo. Y no estoy hablando mal de ella.
Al volver, descubro que no tengo una gran frustración, como si esperara que saliese así de mal, que fuese así de inútil. ¡Ey!, yo fui por una receta de sildenafil, la puta que lo parió (porque en las farmacias donde pregunté no me quisieron vender sin receta). Por eso recién un día después caigo en la cuenta de que no me auscultó, no me pesó, no me tocó… De que fue algo oficinesco, de que solo se movió de su asiento para abrir la puerta.
Me baño, me acuesto y al cabo de un rato me duermo: dos horas. Después estoy casi una hora y media tratando de volverme a dormir, hasta que me levanto porque se hace la hora. La lluvia paró, y tengo que tomar una decisión. ¿Voy o no voy? Que sí, que no. Que sí. Abro la caja de las milanesas de soja, las pongo en la asadera, y antes de encender el horno me acuerdo de que se me rompió el paraguas. No tengo paraguas, y la tele dice que va a seguir lloviendo.
Pero ahora no llueve. Voy igual. A la vuelta vemos.
Como rápido, porque ya es tarde; salgo sin ponerme la remera, con el pantalón abierto, y termino corriendo la última cuadra y media hasta la parada. Me asomo a la ochava y el bondi se está yendo. Se va, se fue. La puta madre. Encima no sé cuánto tarda en venir otro. No tiene una gran frecuencia esa línea, no es el 132… Pasan un par de segundos de resignación, y decido correrlo. Capaz que lo agarro en el semáforo de la esquina, o en la cuadra siguiente, cuando dobla. Capaz que alguien lo para y lo demora.
En el semáforo de la esquina no paró, pero cuando doblo esa esquina lo veo detenido en el otro semáforo. Sigo corriendo, y el boludo que camina adelante no lo va a tomar. Le grito para que le haga señas, y no entiende. Corro poniéndome la remera, porque si golpeo la puerta en cueros capaz que no me abre. Corro y lo alcanzo.
Hay cuatro pasajeros. Me siento y, mientras recupero el ritmo cardíaco normal, me siento contento. Algo salió bien. Es más, me siento contento conmigo: yo hice algo bien. Yo lo corrí y lo alcancé. Y me doy un beso. En el antebrazo. Como Caneo cuando mete un gol.
Después del show hay vino y cerveza gratis, anunció el cantante antes de los últimos temas. Por más que algunos charlen, la ansiedad se toca, y los que se quedaron van acercándose en masa a la puerta de la que saldrá el mozo. Lenta, centrífuga e inevitablemente, como una galaxia en formación. Parecemos fieras encerradas esperando que vengan a tirarnos unos trozos de carne. No es una sensación grata… Al final, es Coca y vino, y algún vaso de agua. Unas cincuenta copas, cuatro o cinco pasadas del mozo, y una pasada de la chica con aceitunas y queso en la bandeja.
“No te voy a pedir que me firmes nada, no te voy a pedir una foto. Lo que te voy a pedir es que gestiones más vino… No, en serio, agradecerte: por el arte y por tocar gratis. Puede sonar interesado, pero es importante a veces. No sé si es casualidad o una decisión, pero, desde que volví a saber de vos, hacés al menos un show gratis por año”. Algo así pienso decirle mientras bebo el vino, mientras espero en vano una nueva pasada del mozo. Pero siempre lo agarra alguien.
El mozo ya no va a salir. Está claro. Afuera no llueve, y puedo volverme caminando. A dos cuadras de casa, hay un rati en la esquina. No traje el documento y por un momento creo que se acerca, que va a cruzar la calle hacia mí. Me inquieto, pero finalmente no cruza. Pienso en si cambié yo o si cambió la sociedad. Hace unos años, era ver un rati y saber que me iba a pedir documentos. Después, la proporción bajó, cuando la ciudad se llenó de esos chalecos naranjas que a veces confundo con tachos de basura. Y este no me para: me fichó con la mirada y no me paró. Mirá vos.
Ahora que no me queda nada de alcohol en la sangre, me descargo escribiendo el bruto de este post antes de acostarme y tratar de dormir, gastando la energía que debería liberar dedicándole una buena paja a la preggo del bondi. Preferiría que fuera así. Pero fluye acá. Qué sé yo…

2 comentarios:

Martin dijo...

jaja! Que buena que estaba la mina del bondi!!!

Anónimo dijo...

http://www.youtube.com/watch?v=6R23YUbxqtQ