lunes, 28 de marzo de 2011

Juguetes rotos

Expuestas en la vidriera de la librería, fascinantes y abiertas, varias cajas de lápices de colores despliegan su embrujo.
Son grandes. Algunas son enormes, como de sesenta lápices, o tal vez más. Ordenados por el degradé del espectro agitan la promesa de dibujos que jamás podré hacer. Y son muy caras. Una de ellas cuesta tanto como un par de zapatillas caras: seiscientos y pico de mangos.
Sentado en un estante, reposa uno de esos muñecos de madera articulados que se usan como modelo para dibujar personas, para tener una guía respecto de las formas y los volúmenes del cuerpo. Uno de esos muñecos que deseé durante toda mi infancia. No porque dibujara, porque dibujaba mal y, a medida que iba tomando conciencia de mi torpeza y de la falta de mejoría, sin darme cuenta fui dejando de dibujar. Porque me gustaban. No sé qué me atraía de ellos, si la posibilidad que ofrecían sus articulaciones, si su puntilloso antropomorfismo –que contrastaba con el de todos los muñecos que tenía–, si la madera pura y limpia, sin colores.
Nunca me compraron el coso ese. Nunca lo necesité, en verdad. Y cuando lo descubro en la vidriera, o cuando la abandono y retomo mi caminar repetido, imagino que, si me lo hubieran comprado, habría tenido el mismo destino que tuvieron todos mis juguetes: la rotura.
Así como jugaba a Montoneros con aquellos ómnibus pintados de Chevallier que me regalaron, con el muñeco este probablemente habría jugado a Tupac Amaru. O por ahí se rompía sin querer, porque no me acuerdo de haber roto muchas cosas a propósito. Pero, como haya sido, no quedó nada sano. Lo cual me llama la atención porque no era un niño que pudiera ser llamado travieso.
Me acuerdo de eso, que intuitivamente ya sabía, al rescatar de la basura uno de los micros mal quemados que mi madre tiró la otra tarde, cuando empezó a revolver y tirar cosas de la baulera. Me acuerdo y me pregunto si a todos los chicos, o a la mayoría, les pasa lo mismo. Si los juguetes, por su propio ser, están condenados a la destrucción; si los juguetes fueron hechos para romperse, si el juego incluye la destrucción no digo inexorable, pero casi tan probable como una certeza.
(Ahora veo que hablo de otra época, de una en la cual los juguetes con partes electrónicas eran muchos menos, en la que las cosas made in –manodeobraesclava– China no se habían propagado como los mismos chinos. En este tiempo, seguramente, es más probable que todo se rompa).
A veces no era que los rompía. Era que los transformaba. Porque me acuerdo de haber transformado algunos. A un auto de plástico duro símil McLaren del 74, de unos veinticinco centímetros de largo, le puse pontones de cartón para convertirlo en un Fórmula Renault, pero el intento quedó trunco ya que me resultó imposible hacerle la trompa como quería.
Aquellos que ahora vería como los más atractivos, unos autos de colección a escala 1/24 o 1/43, no escaparon de su destino de desarmadero. Eran un Porsche 911 rojo, un Fiat creo que 133 y uno más chiquito, un Fiat de un modelo que no se vendió acá, 124 o 131. Este tenía un color metalizado, como un turquesa medio oscuro, y los asientos eran de color arena. A todos se les abrían las puertas, y seguramente el baúl o el capó. (Mientras releo, me acuerdo de que el Fiat este tenía los asientos delanteros reclinables y sólo abría las puertas delanteras). Todos fueron perdiendo partes, y al Porsche terminé repintándolo con esmalte de uñas de mi vieja.
Sea el destino de los juguetes o un síntoma de algo, me impresiona el sendero de destrucción que quedó a mis espaldas. Capaz que es por eso que me gustaría reencontrarme con el Fiat turquesa con el que me reencuentro detalle a detalle a medida que vuelven a mi memoria (no sé si con lo que quedó de él o con el que estaba sano). Capaz que por eso guardé el micro aquel, quemado y oxidado, que lo tengo ahí, no sé para qué.

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