viernes, 12 de octubre de 2012

Lo evidente

Tuve que ir varias veces seguidas a mi dentista más reciente (a quien le tiraría un par de tiros si viera que hay margen y si tuviera una razonable confianza en que, más allá del margen, finalmente le podría gustar), y una de esas veces, como al pasar, mientras me sentaba en el sillón, hizo una referencia al jugo Ades que se veía en el bolsillo de mi campera.
Ese jugo Ades que llevo por si me agarra una de las hipoglucemias vertiginosas que suelo tener, que tengo desde hace trece años, y que desde hace dos han recrudecido. Un jugo Ades, una bolsa de pasas de uva, una barrita de cereales, plata para comprar algo en un kiosco si es necesario…
Aunque el lugar donde me atiende no es lejos de mi casa, aunque salgo justo después de comer y habiendo comido hasta llenarme, no da salir sin red. De hecho, una de esas veces no llegué al consultorio con el jugo ya que se me hizo imperioso tomarlo en el colectivo, unas cuadras antes de llegar, porque empezaba a sentirme en crisis. Y no sé si fue esa vez u otra cuando tuve que esperar un rato, y me senté en la escalera –porque ese lugar no tiene dónde sentarse para esperar– mientras pensaba: “No viene en dos minutos y me las tomo” por lo mal que me sentía.
No sé qué dijo exactamente, y no lo dijo con mala onda, pero lo notó. Vio el jugo y lo mencionó, y tuve que explicarle que a veces palmo y me salva. Y no necesité esperar a la mañana en que habló en tiempo presente de su suegra, dejando en claro lo equivocado del dato que tenía sobre su separación, para que mi deseo se estrellara contra la realidad.
El mes pasado quedé en encontrarme con una persona que me conoce a unas 25 cuadras de mi casa. Llegó, comenzamos a caminar rumbo al lugar a donde la iba a acompañar, y antes de haber caminado media cuadra me dijo: “Te sentís débil, ¿no?”.
Yo no estaba particularmente débil en ese momento. Cuando salí de casa, sí, y hasta me acordé de una tarde, hace mucho, cuando esto recién empezaba, más o menos a la misma hora de esta vez, caminando hacia la misma esquina, yendo a mi trabajo, en que sentí que no llegaba. Que no llegaba ni a la esquina. Literalmente. Y pegué media vuelta y me volví a casa.
Ahora, con la experiencia que dan los años, cargué dos bananas, dos jugos Ades y una bolsa de pasas. Y plata suficiente por si tenía que volverme en taxi. La primera banana la comí antes de llegar, y con eso logré estar en condiciones mínimas para afrontar el encuentro. Es decir: cuando llegó, yo estaba mejor que en la esquina de casa, y no me sentí así de mal durante todo el tiempo que compartimos. A cada rato manoteaba algo del bolsillo para comer, como un ciclista subiendo los Alpes en el Tour de Francia, pero nunca me sentí cerca de desfallecer. De hecho, me volví caminando. Sin embargo, esta persona notó de inmediato que algo no funcionaba bien.
Me llama la atención que para algunos sea tan evidente –tan evidente como será para otros que no lo dicen, que quizá tienen un trato ocasional y mínimo conmigo, pero que notan que algo pasa– y que para los médicos todo esto sea nada. Que les pase inadvertido, que ni se detengan a preguntar cuando está pasando delante de ellos, como sucedió con la neuróloga del hospital público, que se dio cuenta de que me temblaban las manos, pero no le dedicó al tema más de 15 segundos. Que no hayan dado ni con una solución ni con un diagnóstico, salvo algún “distrés psicofísico” hace muchos años o el “tenés una fisura en la energía” (sic) de la médica familiar de mi madre, de quien no hablaré mal porque me atendió gratis y me escuchó más de una hora (pero… ¡qué bueno que tenía el título colgado en la pared!, detrás de su silla, sobre todo cuando dijo eso de la fisura y que tenía la energía “desparramada, dispersa, rota”).
Aparte, no es la idea hablar mal de nadie. Solo mencionar lo llamativo que me resulta el hecho de que para algunos sea evidente y para otros, para los profesionales (por ejemplo, para aquel médico del prepago al que traté de explicarle qué me pasaba invitándolo a comer: “Comemos lo mismo y vemos cuánto tiempo aguanta cada uno sin necesitar comer de nuevo”, le dije, pero no se hizo cargo), no. Ni siquiera para un electroencefalógrafo es evidente.
Ahora veo que hay una cosa en la que coinciden. En alejar. Yo me alejo de esos médicos, la gente se aleja de mí (porque “ni vos sabés si te vas a sentir bien”), yo me alejo de la gente y de las cosas (porque ni yo sé si me voy a sentir bien, y no da ver a alguien o ir a un lugar y que cómo me siento sea un tema todas las veces). Y todo y todxs queda cada vez más lejos.

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