Siempre
traté de tomar distancia de las fiestas de fin de año, pero fue cuando llegaba el
2000, con toda su carga simbólica y la amenaza del 2YK –eficientemente
desactivada por Claudia Bello (?)–, que pude ver la imagen y decirla: me
encantaría agarrar un auto e irme por una ruta hasta el punto donde no se oiga
la pirotecnia y quede atrás toda la parafernalia de, por ejemplo, llamar al 113
para saber exactamente la hora en la que hay que brindar. Como si no existiera.
Fuera de la existencia, para mí.
Ese
año unas vecinas nos invitaron a pasar el 31 con ellas, y no encontré una forma
de negarme sin rozar la descortesía o exponerme al “viste cómo es”, y, en vez
de la improbable ruta –no sé manejar–, hubo una mesa, las anfitrionas, el novio
–y su padre– de una de ellas, mi madre, yo, la comida y el ritual vacío, como
todos los rituales, del brindis y los deseos que generalmente no se cumplen.
Que en mi caso no se cumplen.
Desde entonces, algunos años, en especial estos últimos, los comenzamos allí. Lo cual evidencia que: a) en todo este tiempo no pude encontrar una forma que no me sonara descortés para negarme; b) ni siquiera pude decir, como tenía ganas esta vez, “no, prefiero no ir, no tengo ganas de compartir nada con mi madre”; c) lo más importante, aunque no lo haya visto, aunque tenga que decirlo ahora, editando, tres años después: la apabullante y enfermiza repetición que manifiesta cómo nunca pude encontrar ni construir una puta ocasión distinta para empezar el año (la cual, de paso, me habría permitido decirles “no, gracias, tengo otra cosa que hacer” y salirme del lugar donde me pone su mirada, la cual percibo como lindera con lo despectiva).
Yo
puedo ser muy sociable. Al menos, puedo intentarlo. En un cumpleaños en esa
misma casa, parece que no lo estaba siendo, y la cumpleañera dijo: “Hablemos
del edificio, así se integra”. Pero más allá de una noche desafortunada o de
una mirada de mí muy pobre –que habla más de quien mira que de mí–, te puedo
hablar de la tele. De tele y de fútbol. Esos temas siempre garpan y no pueden
faltar en ninguna reunión de este tipo. (Ni ellos ni Google, para saber quién
tiene razón).
Por
ejemplo, te puedo tirar que Ricardo Fort tiene acromegalia porque se zarpó con
la hormona del crecimiento tomándola de grande, y que eso lo deformó y lo
obligó a operarse. Aunque respecto del fútbol vengo medio para atrás con las
ligas europeas, de las que cada vez se habla más. Igual, en esta reunión, no
era necesario…
Supongo
que fue la voluntad de ejercitar la sociabilidad, de ser una persona “normal” y
amena en un lugar donde me conocen fundamentalmente por el relato de otros (de
mi madre), la que incluso me activó neuronas donde se alojaban los nombres de
varios actores de reparto de telenovelas ochentosas –esas que veía con mi
abuela–, algo muy apropiado en un lugar donde había una fanática de las
novelas. La ejercité de un modo que quizá –espero– haya hecho mi presencia
llevadera y amena, pero luego me di cuenta de que ese ejercicio no me sirve ni
como práctica para la interacción con desconocidos.
En un momento de ese 24 ya 25, nuestras familias, no sé si deliberadamente, nos dejaron a solas, y hablamos en términos más personales, por decirlo así. Habló de su negocio, que debió cerrar, y de su actualidad, y usó las palabras fracaso y frustración. Y aun teniendo menos experiencia vital que ella, sentí una gran identificación. Y debí contenerme –al menos, traté–, porque cuando encuentro una ocasión tan propicia para hablar liberadamente de los fracasos, me subo a la moto y corro el riesgo de mostrar algunos que terminan estando más allá de lo tolerable. Que hable ella de que no quiere enterarse de si su ex tuvo un pibe y a ella le llegaron los 40 sin maternidad o de que le pidió a la hermana que borre del FB a una ex compañera suya de colegio que se transformó en una eminencia médica porque no se lo banca. Pero no yo acerca de cosas que sólo digo en este blog. Y menos de las que ni acá digo.
Lo
mismo sucedió el 31. Las mismas personas, los mismos temas, las mismas
búsquedas en Google. Y la misma retirada dejándonos solos con el champán, en
una situación en la que yo sabía claramente que ni un beso iba a haber, que ni
por un beso daba laburar. Esa vez derrapé un poco, y terminé hablando de
prostitución, prostitutas, prostíbulos… De la falacia imperante que quiere
equiparar toda prostitución con trata de personas, de las clientas de
prostitutas, etc. Rápidamente le salió el prejuicio, y dio por sentado que esas
prostitutas de las que yo hablaba eran como la mujer del encargado del
edificio, que es linda de cara, según ella, pero engordada por los (casi 40)
años, las maternidades y una dieta abundante en grasas y carbohidratos. Fue
entonces cuando sentí necesario y posible desactivarlo y salirme de ese lugar
donde me estaba poniendo… y terminé mostrándole fotos de algunas de esas chicas
que conocí.
Después
me di cuenta. (Y me reí). Me dejan a solas con una mina, y me pongo a hablar
sobre ir de putas, o sobre la vez que cogí con una sin forro -> lo que me
llevó a tomar (intentar tomar, mejor dicho, y fracasar en el intento) la
medicación antiviral, que por suerte no fue necesaria; -> lo que la llevó a
preguntar “¿pero vos tirás la onda de hacerlo sin preservativo?”.
No
solo le salió el prejuicio con respecto a los físicos, sino que cuando hablé de
la generosidad que suelen tener las paraguayas con su cuerpo, dijo “¡ay, no!,
paraguayas”, o algo así. Luego preguntó por las peruanas, y por los travestis,
y en un momento sentenció: “Peor es ser virgen”. No le retruqué “peor es
cogerte a tu psicólogo” porque no me acordé de ese hecho. Si me hubiera
acordado, tampoco lo habría dicho porque siempre tengo más límites de los que
me gustaría. Y porque tampoco sé si es peor garchar con tu psicólogo…
Igualmente,
esa frase ingresó en el archivo mental de frases inolvidables. Algunos días
después descifré por qué me cayó tan mal. Porque para ella nadie nunca
pudo/puede darme bola, nadie nunca pudo/puede tocarme si no hay 200 mangos por
hora en el medio. (Lo cual no está muy lejos de la realidad, ja).
Toda
esta introducción para llegar al momento en que ya amanecía, y, en el patio, de
pie, casi por despedirnos, dijo que había tenido una discusión con su familia
el día anterior porque en el edificio pasaban las mismas cosas que antes de
irse a vivir con el que era su novio, y que en la discusión dijo: “Vendamos y
denme mi parte, y me voy a cualquier lado, a un lugar donde nadie me conozca”.
Dijo
esa frase que varias veces dije yo últimamente. Dijo “denme mi parte” y quedó
anulado que cuando le hice escuchar una canción de Gabo en Youtube se puso a
hablar encima (mentira, no fue ella, fue la hermana, la misma que tocó mi
pantalla de LCD con el dedo: no señaló algo en ella, ¡la tocó!). O que cuando
les hice escuchar el poema de Rafeef Ziadah que comienza con unas palabras en
árabe –porque no soy sólo Silvia Kutica o Marina Skell–, primero dijo: “Ah,
pensé que era una onda Carla Conte”, y luego, durante la intro en árabe, dijo “ah,
bueno”, con tono de miráloquenoshacésescuchar. O que cuando mencioné –hurgando
en mi escaso bagaje de temas de conversación, más escaso aún si me mido para no
exponerme en demasía– que había viajado en el subte A el último día que
circularon los vagones de madera, pensó que estaba llorando porque parece que
me toqué un ojo mientras lo contaba (?).
Quedó todo de lado e instintivamente levanté mi brazo y lo acerqué con la intención de que nuestras manos se encontraran en un high five como se habían encontrado nuestros cerebros en la producción de esas palabras que, pensamos, pueden hacernos salir de aquí. No me parece que haya movido el cuerpo para esquivar el contacto. Tal vez un mínimo movimiento de la parte superior del torso, retirándola, al estilo del mejor Nicolino Locche, pero creo que ni eso. Que solo fue su indiferencia ante mi gesto lo que me dejó tocando el aire. Como toda la noche.
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