domingo, 5 de junio de 2016

Las Reebok mueren por la suela

A tres o cuatro cuadras del castillo, doblando, una y un poco más, repito el ritual de las zapas cuando mueren y las dejo en un lugar que se volvió significativo alguna vez que lo caminé con ellas.
La saco de la bolsa y de otro tiempo viene a mi tacto la textura conocida de las Reebok celeste y gris que tenía puestas aquella tarde de flamante orfandad en la que, sin embargo, lo más importante era no olvidarme de llevarte los incipientes frutos cónicos que había rescatado al pie del eucaliptus de la plaza de Gaona. Es decir, uno de los aromas gratos de mi niñez.
Tengo una sinuosa percepción, desenfocada, del tiempo y del espacio. Un viaje suburbano en tren me hace pensar con frecuencia que podría no bajarme en Glew, sino en 2009 o en 1996. De la misma anomalía quizá forme parte la costumbre de pasar nuevamente por ciertos lugares, como buscando vestigios de quien –siempre en el pasado– fui al pasar por allí.
Casi como una ofrenda, queda junto a los restos del guardrail de troncos donde nos sentamos aquella vez, la última que nos vimos. Ahora debe estar pudriéndose en el basural de Catán, menos podrida que el recuerdo que, parece, tenés de mí. Tu férreo silencio así lo indica.

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