viernes, 20 de diciembre de 2019

Precios relativos

El sábado a la tarde salí a caminar luego de una semana de fiebre, tos, catarro, ahogos nocturnos y la sempiterna falta de diagnóstico. A lo cual se sumó la escasez de remedios en casa.
Tras quince o veinte cuadras, y después de un desvío improvisado respecto del camino que tenía en mente, a unos diez metros de mis ojos, tal vez menos, en una vereda, del lado de las edificaciones, junto al portón de madera de una casa, vi algunos billetes de 500 en posiciones deslavazadas, como cadáveres alcanzados por una explosión. Miré para ver si venía alguien en dirección contraria, o si cerca había alguien mirando el piso buscando algo, y en el mismo segundo en que lo hice y comprobé que la zona estaba despejada, me abalancé sobre ellos. Los agarré con las dos manos para que no se me escaparan sin detenerme a investigar si el viento había alejado algún otro billete y pegué media vuelta mientras los guardaba en el bolsillo de atrás del pantalón.
Doblé en la esquina e intenté reconstruir la escena, el instante en que me agaché y capturé los billetes como un arquero aprisiona una pelota en el minuto noventa. Entre los de 500, había visto al menos uno de 100, pero no sabía si era el único y, sobre todo, no sabía cuántos eran los yaguaretés. Miré un par de veces hacia atrás, y cuando vi que nadie más caminaba por esa vereda, los saqué del bolsillo y los conté: eran 2100 pesos.
Agradecí, como cada vez que encuentro plata en la calle, a quien corresponda, pero más. Mucho más que cuando diviso una moneda a la que las ruedas de los autos le sacaron astillas de metal.
Seguí caminando, completé mi periplo a la vez que consumía el combustible en forma de alimentos que llevo siempre conmigo, por si mi cuerpo falla y necesita (porque mi cuerpo falla y necesita), y de pronto noté que estaba lejos, a unas veinte cuadras de mi casa, y que las pasas de uva que tenía en la bolsa eran menos que mi energía. Traté de mantener la calma, mientras sacaba cuentas de cuántas pasas y cuántas cuadras quedaban, ambas cosas más fácilmente mensurables que mi energía, a la cual también trataba de calcular.
En el devenir de los pasos, me di cuenta de que podía pasar por la panadería donde venden sánguches de miga ricos y comprarme algunos. Y homenajear al destino que me puso esos papeles en el camino dándome alguna forma de placer.
En un momento de zozobra y cuando las pasas eran muy pocas y muy chicas, conté que faltaban ocho cuadras para la panadería. Traté de darme ánimo diciéndome "son como dos vueltas a la manzana". Y elegí caminar por esa calle silenciosa ya que el ruido (la vibración) en momentos así me consume más de la poca energía que tengo.
A dos cuadras de la panadería comí las dos últimas pasas, escupí sus semillas (estas, poco prácticas para casos así, eran con semilla), tiré la bolsa, que estuvo en casa meses, tal vez un par de años, porque era una bolsa de un kilo, que trajo mi madre de un viaje, y sentí cierta nostalgia.
Por fin, llegué al lugar. Como temí durante el trayecto, iba a tener que esperar, ya que había tres o cuatro personas antes que yo. Por suerte, mi cuerpo no me apremiaba taaaanto, y no fue un gran problema. Mientras los atendían, me dediqué a elegir mentalmente la cantidad y los gustos de los sánguches que iba a llevar. Desde un primer momento me impresionó el precio: 45 pesos los comunes, 55 los "de luxe". Probablemente fuera a comprar cuatro comunes: dos de salame (una de las escasísimas ocasiones en que como cadáver), uno de aceitunas y uno de roquefort, ponele.
Pero el hecho de que se me fueran doscientos mangos así como así me hizo un ruido tan grande que, muy pronto, y sin poder echarle la culpa a la demora, me vino a la mente otra forma del placer comestible: la pizza de la pizzería famosa que había comprado un par de semanas atrás, que me costó 300 pe. Media docena de sánguches equivale a una pizza chica, calculé. No me cerró la comparación, no me sentía tan mal, no me gusta gastar ni aun cuando la plata me viene de arriba (o de abajo) y promete desvalorizarse rápido. Además, no era únicamente el dinero: la pizza llena más; en cambio, si compraba los sánguches, después iba a tener que cenar.
No contradije el impulso y me fui, pensando en que podía comprarme un jugo Ades en el Día que había visto en esa cuadra o en el kiosco de la esquina si lo necesitaba. O en cualquier kiosco que encontrara en las ocho o nueve cuadras que me separaban de casa. Por suerte, y por esas cosas inexplicables de mi cuerpo, llegué a casa con lo justo, pero sin un desfallecimiento alerta roja.
Un par de horas más tarde, ya de noche, fui a la pizzería, comiendo Cerealitas en el camino porque a veces necesito comer para tener energía que me permita ir a comprar comida. (En alguna época necesitaba energía para caminar el pasillo que lleva desde mi departamento hasta la puerta de calle para recibir la pizza que había encargado por delivery a la otra pizzería, que, tristemente, cerró hace mucho). La pizza aumentó un diez por ciento en menos de un mes, y de 300 mangos se fue a 330.
Tardé casi una hora desde que salí hasta que volví y siempre orbitaba en mi pensamiento esa comparación que nunca había hecho. ¿A cuántos sánguches equivale una pizza? Bueno, siempre no: siempre que pude, porque me sentía mal, como con fiebre o con sueño. Tanto que, mientras calculaba otra vez, ahora cuánto tiempo iba a esperar, porque iban por el 21 cuando llegué y yo tenía el 44, me senté en el umbral del negocio de al lado y manoteé algunas pasas de una nueva bolsa, que había llevado en el bolsillo.
Como soy una persona muy metódica y anoto todos mis gastos y mis ingresos, me puse a buscar en la memoria, y no me costó mucho encontrar aquel tiempo en que una vez invité a alguien a la misma pizzería –y antes de entrar nos sentamos en ese umbral– y, poco después, un 31 de diciembre, fuimos a una plaza cerca de la panadería, donde compré unos sánguches para mantenerme en pie porque ella se había demorado y en la espera imprevista se consumió bastante de mi energía.
Hablamos de hace diez años, noviembre y diciembre de 2009. Los sánguches comunes estaban a 2,20, los especiales, a 2,50, y en la pizzería pagué 38,50. Lamentablemente, no hice un detalle del gasto que me permita saber cuánto costó la pizza y cuánto la Coca y la cerveza. Pongamos que la chica mitad de muzza mitad de anchoas costaba entonces 30 pesos.
Si tomamos ese número, eran más de trece sánguches comunes por pizza, cuando ahora son siete sánguches y pico por pizza. La verdad, no se me ocurre el porqué de semejante diferencia. ¿Tanto aumentó el queso de máquina? ¿Es el pan de miga?, ¿el salame? ¿La pizza está barata? ¿Los sánguches están caros? ¿Es la distorsión de precios que se generó en la primera parte de esta década, en la cual un bimestre de luz equivalía a un café?
Como sea, antes de fin de año, por el precio y porque estaba rica, tal vez más que otras veces, y porque hacía años que no iba a esa pizzería, me voy a comprar otra pizza ahí. Voy a pasar junto al umbral, voy a tocar el aire que ocupe el espacio donde estuvimos, igual que cada vez; mientras espere, voy a mirar la mesa que ocupamos –mucho más si está desocupada–, voy a pagar mis 330 pesos, voy a caminar las ocho cuadras hasta mi casa para cenar sin compañía, y, de nuevo, todo va a ser parte del pasado.

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