domingo, 5 de julio de 2020

Crossroads

Crecí leyendo El Gráfico. No me lo compraban siempre, sino sólo a veces, algunos años más que otros. Si pongo nombres propios, será fácil -y desolador para mí- ubicarlos temporalmente. Como sea, los ordeno y veo que de algún año hay muchos y de otros, muy pocos. No sé si yo pedía que me lo compraran, si era una decisión de mi padre o mi madre comprarlo, y, en ambos casos, también desconozco el motivo.
Con los años, sí, mi viejo sumó al encargo del diario diario (es decir, de todos los días) El Gráfico cada martes. Y así tengo la colección completa de, digamos, ocho años. Algún día esos ejemplares también pasarán por Mercado Libre.
Como sea, era una forma de asomarme a un mundo que sólo conocía por la radio, un mundo extraño y, a la vez, cautivante, quizá por ser la única forma de traer algo de afuera a mi niñez. En ese entonces no había televisor en casa y todo era tan desconocido que cuando los relatores decían "cuadro chico" y "área chica" yo no comprendía que hablaban de lo mismo, y si dibujaba una cancha hacía cuatro rectángulos junto a cada arco: el área chica, el cuadro chico, el área grande, el cuadro grande...
Parte importante de aquella fascinación primitiva era dada por la síntesis de la fecha que ocupaba dos páginas contiguas de la revista. Incluía las formaciones de cada equipo (con los años agregaron a los suplentes que no ingresaban), el puntaje de cada jugador, el calificativo del partido (¿qué era mejor en la escala: "mediocre" o "discreto"?), una brevísima reseña y la foto de la figura del match en la parte inferior.
A veces las recortaba y armaba partidos en mi cama, que tenían una bolita como pelota y a mí como relator. A veces hacía lo mismo con las figuritas que coleccionaba (como la tarde del día del terremoto), a veces con las cartas del Tope & Quartet.
Después hubo tele, después hubo partidos de Primera televisados en directo; después, el descubrimiento de poner la tele con el volumen en cero y escuchar la radio. En ese trayecto, en algún momento de mi niñez ya pubertad, se me ocurrió hacer algo parecido a la síntesis de El Gráfico. Veía el partido, anotaba la formación, calificaba a los jugadores, anotaba las jugadas de riesgo, y, si la memoria no falla, también escribía la reseña. No quedó ninguna de ellas, a las que, creo recordar, tipeaba en el dorso de los recibos de un talonario en desuso. Si las encontrara, las subiría acá, como hice con algunas crónicas que encontré de las carreras de Palermo o San Isidro que, unos años después, pasaban los domingos en canal 11.
Lo que es seguro es que, para ser bien preciso con el puntaje, para no dejarme llevar por una jugada, por un gol o un buen momento de un player en un partido luego de haber pasado un largo rato sumido en la intrascendencia, calificaba a cada jugador dos veces por tiempo, y al final sacaba el promedio de las cuatro calificaciones.
Así hasta que una vez el comentarista Ricardo Ruiz, un cuatro de copas que laburaba con Víctor Hugo, un rancio peronista que todavía, viejo y soberbio, trata de seguir vigente como chupamedias de la AFA, dijo, como al pasar, y para quejarse de lo malo que le resultaba el cotejo, algo así como que "nadie que sepa de fútbol puede decir que hubo una situación de gol". Y yo había anotado más de una, no recuerdo cuántas, tal vez dos o tres. Fue tan drástico, tan terminante, que en ese momento, al que recuerdo aún hoy, más de una vida después, primero me sentí para el orto y de inmediato decidí abandonar este entretenimiento. Y tal vez muy pronto haya tirado los recibos con las síntesis al dorso, tal vez por eso no haya quedado ni una.

Crecí escuchando música. El rock también era algo lejano, tan lejano como deseable, como una promesa imprecisa... Leo Rivas en Radio Colonia pasaba de todo, desde el dúo Mocedades hasta "Pedro Navaja", e incluso rock, incluso La Biblia de Vox Dei (cuyo casete me compraron mis padres, y, tiempo más tarde, en un ataque de anticlericalismo, le taché con birome todas los nombres religiosos que tenía), el primer casete (Dynasty de Kiss), MPPM (si aclaro la sigla, habrá, de nuevo, una referencia temporal abrumadora), el nombre Barón Rojo, algún compañero de colegio desafinando "Mal romance", el programa de Badía en la FM de Rivadavia y la primera vez que escuché "Smoke on the water". Casetes de mala calidad, cintas cortadas pegadas con cinta scotch, cosas así. (El radiograbador portátil en la mesa de luz, en el mismo punto del espacio donde ahora pongo mi mano, tocando el aire).
Crecimos con esa música, nos daban forma esos sonidos y lo que creíamos ser escuchándolos. Después descubrí a Julio Guichet, que pasaba material rarísimo sin pisar las canciones, llegaron las radios de baja potencia, los TDK se hicieron accesibles, conocí a la gente de la radio suburbana esa, y entonces compraba vinilos así tenía algo para llevar, algo que justificara mi ida allá. Por fin, los compacts, con su promesa de perfección y eternidad: miles de dólares gastados, tal vez miles de kilómetros caminados recorriendo disquerías.

El otro día un youtuber más analizador que reaccionador de canciones pasó el link de un test online para evaluar algunas capacidades musicales, algo así como un IQ musical. La prueba consta de tres partes: en una te ponen una docena de pares de clips de audio con gente cantando y tenés que decir cuál desafina; en otra, algo similar con melodías, para identificar cuál se va de rango, y la última se centra en el ritmo, cuál de los clips está fuera de tempo.
Hice la prueba, la hice con auriculares, como recomendaba la página, para que saliera mejor. Pasé unos veinte o veinticinco minutos de mi vida allí, y, como a medida que vas respondiendo te dice si lo hiciste bien o mal, no me pareció que fuese tan un desastre, calculé que estaría por la mitad de la tabla. Pero no. Saqué un puntaje que me dejó en el 15% peor de los que hacen el test. Y mi ánimo se disolvió.
Comprobé, otra vez, que soy la nada. Eso es lo que soy, nada: una fantasía que va en paralelo a la realidad y, que tarde o temprano, en el crossroads, se choca con ella de un modo salvaje, aunque todo el tiempo todos lo intuyen y seguramente sólo sucede con los que disimulan bien. Como cuando la persona que te gusta dice "mi novio", como cuando encontrás una foto en el stalkeo y caés en que nunca vas a sacarte una así, como cuando todo viene dentro de cierta normalidad y de pronto alguien hace un comentario sobre mi carencia de teléfono celular, y en el tono de media palabra sabés que te están bardeando. Como cuando de tanto stalkear llegás a su Pinterest y ves que el título de una de las cinco o seis categorías que tiene es "bebé".
No sé si voy a volver a escuchar música, seguro que no lo haré con el entusiasmo de antes. Algo está roto, y yo -siempre- estoy afuera.

2 comentarios:

Germán dijo...

Fascinante relato. El problema no es el mundo paralelo que precisamos inventar(nos), sino "el otro", ese al que le permitimos un cruce con el nuestro, a modo de tener una excusa para perder el testimonio de los resúmenes Lerú ejecutados a sangre y letra en la parte de atrás de los recibos. Creamos universos de la nada, y la nada son "ellos", invariablemente. Los Ricardos Ruizes (¿o Ruices?) de "la vida". Yo también perdí todos los registros de esos mundos sagrados, yo también se los entregué al designio de un hijo de puta aleatorio. Abrazo.

y.O. dijo...

Una alegría estos comentarios, tanto como el mail, al cual Hotmail mandó por sí solo a la carpeta de correo no deseado.
Pronto llegará mi respuesta.

En el otro coso, en un comentario, están los links de esa playlist que puede ser soundtrack de un libro, la cual se me ocurrió a imagen y semejanza de otro libro y otra playlist.

A veces no puedo no preguntarne como habrían sido algunas cosas si no me hubiera cruzado con algunos Ricardos Ruices, pero sabemos que no hay respuesta, y aunque la hubiera, sería inútil.

Saludo grande!